Miradas de un corresponsal extranjero en la Cordillera de los Andes.
Hace
cuatro años vivo en Chile, en donde ya me había desembarcado en
dos oportunidades anteriores.
En mi primera visita a su
territorio, yo era solo un cabro chico, como dicen los lugareños.
Fue adventício y no pude despedirme de mis anfitriones como
corresponde. Entre gallos y medianoche tuve que huir a la vecina
Argentina para salvar unas treinta latas de película 16mm filmadas
clandestinamente, dejando para trás el camarógrafo y el sonidista,
que partieron de Chile dos semanas después.
Años antes, mi familia
me habia retirado de la línea de tiro en Brasil, para no irme preso
por juvenil oposición a la dictadura. Recién había iniciado mis
estudios de cine en Berlín Occidental, y sorpresivamente una
productora local me contrató para una misión cinematográfica a la
vez intrépida y alocada: documentar la resistencia contra la
dictadura Pinochet. De las filmaciones resultó la película “Un
minuto de sombra no nos enseguecerá”, de la que en 2013 Alemania
entregó una copia al gobierno de Chile y que se puede ver en el
Museo de la Memoria, en Santiago.
Leí que en 1999, el
entonces presidente Ricardo Lagos recibió en La Moneda a Walter
Heynowski, ex-director de cine de la ex-RDA, quien se presentó como
el presunto “director” del equipo que habría filmado la
película. El mitómano Heynowski mintió, y desde entonces persiste
en Chile una versión fraudulentasobre los
cineastas que efectivamente arriezgaron sus vidas para realizar el
premiado documental. He vaticinado que esta impostura histórica
pudiese interesar a la opinión pública chilena, y pienso que El
Desconcierto sea la plataforma para una oportuna crónica sobre la
historia mal contada.
Mi tercer desembarco
En agosto de 2012, con
algunos años más en el costado y un nuevo proyecto documental
contratado, me desembarco otra vez en Chile.
Aterrizo amedrentado por
un imprevisto efecto continuado de aquellas palabras de don Federico
Willoughby. El entonces secretario de prensa de Pinochet, quien
debería entregarnos una credencial, no se “compró” la
motivación “turística” de nuestra inesperada filmación en un
Chile bajo el imperio del toque de queda, de las prisiones y
desapariciones, Y me dijo: “¡A ustedes no les creo una sola
palabra!”. Exageró Willoughby, pero su intuición no estaba de
todo equivocada.
¿Y si 37 años después,
el tipo de la DINA en Pudahuel todavía no se jubiló y me
reconoce?”, me previne, angustiada, una de mis dos voces
interiores. Sin embargo, en el chequeo del pasaporte solo me
regalaron sonrisas y nadie hizo preguntas raras.
Así, paso a paso, me
interné en el territorio detrás de la Cordillera.
Por motivos que la
narrativa dilucidará, me tocó vivir, no en Santiago, sino en el
Biobío.
Algunas veces he
especulado si este accidente fue un llamamiento, pues me colocó
frente a frente con una de las peores atrocidades de la dictadura de
Pinochet: la Masacre de Laja.
Mi pasmo no me dió
treguas. Desde 2012, la misma empresa forestal, en cuyo patio de Laja
empezó la matanza del 18 de septiembre de 1973, es dueña de 140 mil
hectáreas en mi país. Un tercio de esa extensión es un mar
de eucaliptos. Miro el mapa y me asalta el vértigo: con sus 600
kilómetros cuadrados, Santiago de Chile cabe dos veces dentro del
territorio brasileño de la familia Matte.
Lecciones de
cartografía
Mapas me fascinan, mapas
me persiguen.
En Brasil, mi padre
dirigía una editorial cartográfica. Yo crecí paseando el dedo
indicador por geografías inusitadas y respirando tinta de impresión
de mapas.
Por eso, luego de
alquilar una casa en el Biobio, fui a comprarme un mapa de Chile, que
colgué en la pared detrás de mi escritorio.
Pero mi padre también
editaba tarjetas postales. Ocurre que hasta el final de los años
1950, los turistas solo podían recordar sus viajes a Brasil en
blanco y negro. Era una tremenda lata! Tenían que explicar a sus
entes queridos que el mar no era azul, sino verde, porque reflejaba
el bosque atlántico. Cosas así.
Entonces mi padre, que
era un hombre religioso de ocasión, tuvo una idea al apropiarse de
una licencia poetica. Pensó: “En el principio existia la postal,
solo despues estaba el turista”. Acto seguido importó imprentas
modernas y creó la marca “Paraná-Card”. Debería haber
ingresado a la Historia como el pionero de las tarjetas postales en
colores, pero no se atrevió a patentear su invento. y sus socios
mayoritarios lo robaron. Murió sin glorias y mi madre tuvo que
luchar en tribunales contra derechos autorales usurpados.
A mi el presunto
naturalismo de la mayoría de las tarjetas postales me da enfado.
Prefiero dejarme seducir por lo insólito, lo que me provoca algún
desasosiego.
No me recuerdo si fue
John Steinbeck quien dijo, “¡que país raro, Chile se parece a una
serpiente!”. Alli estaba una alegoría desconcertante, sobretodo si
uno tiene presente que lo más peligroso de una culebra es su cabeza.
Cuanto más contemplaba
mi mapa, más me asombraba la analogia de Steinbeck. Es que la cabeza
del mapa chileno se llama Atacama. ¿Eso pudiese significar que la
víbora se comió la salida al mar de los bolivianos? ¿Qué le
hicieron a Cobija, el puerto solemnemente inaugurado por Simón
Bolivar? He un blank spot on the map que insistirá
obstinadamente en mi futura misión de corresponsal extranjero en
Chile.
Notas sobre el mar de techos de lata
Otro desbarajuste me
asaltó el día que por primera vez me bajé del bus en el puerto de
San Antonio.
Me detuve contemplando
los cerros que se desbarrancan en el océano. Después, leyendo sobre
la historia geologica deste pedazo de mundo, entonces entendí que en
el fondo Chile es la terraza de Sudamérica sobre el Pacífico. Un
mirador angosto y deveras tambaleante, ubicado sobre la línea de
roces entre dos gigantescas placas tectónicas, que a veces hacen
bailar a mi cama.
Pero uno se va
acostumbrando, dicen mis vecinos; ellos sí, ¡yo jamás!
Sin embargo, había algo
más perturbador en el paisaje san antoniense. Me dije: ¡cómo
son feas y tristes las ciudades de Chile!
A excepción de las casas
del “Chile Lindo” – aquel grupo del 1 por ciento, dueño del
país – las demás se parecen a ciudades escenograficas
de películas farwest en el polvoriento Arizona, y no sería
exagerado compararlas a los refugios de prisioneros del régimen
sovietico en el circulo polar artico.
Son edificaciones mal
acabadas, con techos de chapas de yerro corrugado, debajo de las que
sus habitantes son asados vivos en verano y se congelan en invierno.
El yerro corrugado y
galvanizado fue inventado en 1820 por Henry Robinson Palmer, entonces
arquitecto de la compañía de docas de Londres. Era una solución
barata para sustituir a la madera y fue rapidamente diseminada a los
cuatro vientos del imperio británico; de America de Norte a Nueva
Zelanda, de Australia a Índia, alcanzando America del Sur a mediados
del siglo 19.
Claro que los terremotos
explican en parte la fealdad de las urbes chilenas. Tres cataclismos
seguidos no dejaron piedra sobre piedra de la hermosa Chillán en
estilo iberico. Sin embargo, un día valdría la pena investigar,
cual son los principios esteticos y de preservación de la memoria
cultural que rigen o inexisten en el psiquismo de las llamadas élites
sudamericanas.
Y se hace invierno otra vez..
La verdad es que la
mudanza de la orilla del Atlántico a la ribera del Pacífico puso
patas arriba a mi mundo.
Los amantes de la buena
música recordarán el marcante compás sazonal de una canción
llamada “Águas de março”, en la que, con su poesía y ritmo,
Tom Jobim celebraba el fin de las lluvias de verano. Pero ¡en Chile
llueve durante todo el insano invierno!
En estas latitudes, el
frio es un espíritu errante de los Andes, con una lengua de lagarto
empapada y álgida, que comienza lamiendo tus pies, sube por tus
piernas y te congela el pensamiento.
Hacía muchos años que
no usaba dos pares de medias en los zapatos y calzoncillos para
hombres; estos pegados a la piel, que no dejan mentir la silueta del
cuerpo. Me miré en el espejo y me parecía ridículo como el
personaje de los Dos Chiflados, al que se le robaron los pantalones.
En durísimo contraste,
el verano es un programa al revés. Son seis meses de angustiante
sequía. Desaparecen los pastos verdes, todo es una alfombra amarilla
de hierba calcinada. Por primera vez, desde que en 2006 estuve en el
desierto de Namib, en Africa Austral, también en Chile la sequedad
del aire me hizo sangrar la nariz.
Pero todavía no sé, qué
es que me asombra más: si el desierto, que avanza al ritmo de un
kilómetro por año hacia Santiago – y desde los cultivos de las
forestales sobre los campos sembrados con comida – o si la falta de
oxígeno en las noches de invierno, cuando centenares de miles de
estufas a leña asesinan el cielo sobre la Cordillera.
Alarma: algunas viñas
del Valle Central huyen al sur debido a la desertificación y el
cambio climatico.
Noticia del fin de los
tiempos: sin embargo, las empresas forestales piden más tierras para
sus monocultivos. ¿El ministro del Medio Ambiente tiene conciencia
de la catástrofe programada?
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