Español
Todos los años el
recuerdo me persigue. Seis de agosto: la bomba de uranio barre del
mapa a Hiroshima. Nueve de agosto: la bomba de plutonio oblitera a
Nagasaki.
Anos atrás, en el més
de julio, en un café de Curitiba, sur de Brasil, la portada de un
diaro acuñaba la notícia de que Charles W. Sweeney había dado su
último suspiro.
Chuck
Sweeney,
como era más conocido, fue el comandante del escuadrón
norte-americano que en 9 agosto de 1945 - tres dias después de la
explosión de la bomba “Little boy” sobre Hiroshima – había
detonado la bomba “Fat man” sobre Nagasaki.
Una frase memorable
del aviador me llamó la atención: “Cualquier vida es preciosa.
Pero no senti ningún remordimiento o culpa por haber bombardeado a
la ciudad en la que me encontraba” (“Every life is precious. But
I felt no remorse or guilt that I had bombed the city where I
stood.'') - dijo Sweeney cuando pisó por primeira vez al suelo de
Nagasaki devastada.
Entonces
sumergí en el tunel del tiempo. Primero, en mís recuerdos
imborrables de agosto del 1986, alto verano en Hiroshima y
Nagasaki.
Era
la hora del almuerzo de un sábado esplendoroso, cuando pusimos los
piés en el restaurant con deslumbrante vista panorámica sobre el
inmenso Mar de China, con el Profesor Ichiro Moritaki – físico
teórico, filósofo y mi anfitrión del movimiento pacifista
Gensuikin.
Despúes
de Toquio, muchas centenas de quilómetros rodados a bordo del
tren-bala, mi doble misión de guionista, que recolectaba imágenes
de archivo, y conferencista, alcanzaba a su final en la gran isla de
Kyushu.
Como
único latinoamericano invitado a las jornadas
anuales por la paz y el desarme nuclear, para los atónitos japoneses
diserté sobre asuntos tan adventícios como los físicos de Hitler,
que secretamente construyeron las primeiras ultracentrifugadoras de
uranio para el gobierno Getúlio Vargas en Brasil – un espectro de
la narrativa de ciencia-ficción, que contrastó con la alelada
imágen de los miserables colectadores de basura en Goiânia que, al
encontrar un aparato radioterápico desactivado, cuyo núcleo emitía
una instigante radiación azul, exultaron como milionários cazadores
de safiras, para todo el siempre emancipados de su penúria, pero que
igual murieron insalvables como las primeras víctimas de radiación
nuclear del continente latinoamericano.
Entonces,
alli sobre un promontorio de Nagasaki, con gestos ensayados de
etiqueta oriental, el protocolo pedia que tomáramos asiento y
probáramos de las iguarías que nos aguardaban a la mesa.
Mis sentidos todavía
continuaban embotados, intentando metabolizar la visita al inferno de
Hiroshima, que quedara atrás – hoy día, un infierno virtual,
reproducido en un museo, pero con algunas ruínas originárias, de
las que la imaginación absorbe olor acre de humo, fierro fundido y
piel derretida. Los visitantes más sensibles suelen escuhar gritos,
aullidos y el llanto de niños desesesperados.
Ichiro Moritaki me
observaba con una sonrisa paciente, tal vez intuyendo mí travesía
del túnel del tiempo, mientras contemplaba lo que un día fue el
Bajo de Nagasaki.
Mañana primaveril del
6 de agosto de 1945, partida al medio por el hilo más claro de luz
que de mil soles simultáneos. Un sol encendido por Paul Tibbets,
piloto del “Enola Gay”. Onda de presión, edifícios
tambaleantes, chafarices de fuego, y del cielo cae una lluvia negra
de gotas gosmentas, ácidas - noventa mil muerrtos instantáneos, un
tercio de la población!
Entre los cuerpos humeantes
arrastranse harrapos humanos, sobrevivientes más muertos que vivos.
Una imágen de singular terror es la de la ropa, impresa a fierro,
tatuada con fuego, e impregnada de urânio sobre la sedosa piel del
torso de una joven mujer.
Sobreviviente
casual de ese holocausto, que en aquel 6 de agosto explicaba a sus
alumnos la Ley de Newton, Moritaki intenta en vano retomar el hilo
conductor de nuestra conversa interrumpida en Hiroshima, sobre Kyudu,
el “arte caballeresco del Arquero Zen”, haciendo chispear la
mirada del único ojo que la bomba atómica le dejó, quando la onda
de presión aplastó el edifício de la escuela.
Yo
le había hablado de la crónica de un profesor que va a enseñar
literatura alemana en el Japón, y que necesita de largos y penosos
ejercícios para aprender que, solamente la actitud del desapego, el
abandono de la obsesión por acertar el blanco, conducirá,
figurativamente dicho, sus flechas al blanco predestinado: su propio
corazón.
Mientras Moritaki
hablaba de los arqueros, mi imaginación deseñaba samurays caminando
sobre el mar, apuntando sus arcos contra las fortalezas voladoras
B-29, que se aproximan de la costa japonesa.
El viejo
professor, con abundante y encanecida cabellera, no se contuvo,
intentando agradar. Con desmedida ternura derramada en su ojo
mareado, abrió una larga sonrisa que desnudó el gran número de
prótesis dentárias doradas y, a quema-ropa, se adelantó
hospitalario: - Mantenemos una pagoda Zen con algunos amigos
intelectuales y monjes, cerca de Hiroshima. Cuando quiera, venga, que
ya tiene su mestre!
Gratificado, disimulé
mí conmoción, desviando la mirada del rostro plácido del profesor
- ahora un Buda incorporado - para la vastidud del Mar de China, cuya
belleza y paz querían hacerme olvidar por que me encontraba en
Nagasaki.
Entonces alguien
pronuncia la palabra “batera” - un lusitanismo en Nagasaki?
¡Si pués! Por esta
isla infiltraronse cultura y religión chinas en el Japón, pero sus
fundadores fueron navegadores portugueses, en 1571 – adviertenme.
Mientras, los mozos
van sirviendo Mentaiko – ovas de pescado con generosa dosis de
pimientos – y Champon, un exótico plato de pastas, frutos del mar
y vegetales, todo cocido en la misma olla.
Recogí la mirada del
horizonte y focalicé el Bajo a mis piés, que por sua ubicación,
clima tropical, olores y escalinatas para la ciudad-alta, tejía
asociaciones con Salvador de Bahía.
Percibí entonces que
debería haber dos miradas sobre Nagasaki: una de abajo para arriba,
y otra, al revés – la primera, la mirada de los extinguidos, la
segunda, la mirada de los exterminadores. Alli, a menos de mil metros
de distancia, estaba el marco cero - epicentro de lo que algún
dia fue el movido Bajo de Nagasaki, ahora envuelto por inmenso vacío
territorial, como espécie de monumento virtual, hecho de ruínas y
viento, para recordar aquel 9 de agosto de 1945.
Sin pedir
permiso, de la memória saltó la imágen del Angelus Novus –
aquel ángel cubista de Paul Klee, que inspiró Benjamin a escribir
su aterrorizante “El Concepto de Historia”.
El ángel me abrazó y
despegamos del suelo. Muerto de miedo, grité, pero fingiendose de
sordo, el ángel ganó a las alturas. Alli el foco se amplificó en
grande angular y el paisaje se descortinó. En esa perspectiva, decía
Benjamin, la Historia se insinúa apenas como amontonado de ruínas
humeantes.
Después, cerré los
olhos e me sentí aterrizar imperceptiblemente en la silla al lado
del profesor, que ya saboreaba su postre portugués.
Sin embargo, fue
durante el demorado vuelo del retorno a Brasil, por territórios
celestes sobre el vasto Pacifico, que volvi al tunel del tempo, ahora
con la mirada invertida, de arriba para abajo.
Entonces leí que en
la madrugada de aquel 9 de agosto de ´45, en una base militar
americana del Pacífico, una centúria de hombres participó del
último briefing, examinando blancos en los mapas, haciendo
apuntes y recibiendo la bendición del capelán con una oración
monocordia y burocrática.
Con sus instrumentos de navegación
apuntados al Mar de China, una escuadra alzó vuelo a las 3h50 de la
mañana.
Volando por el
noroeste al império del naciente, vários aviones avanzaron por
cielo nublado, en cuyas grietas negras se veía algunas pocas
estrellas.
A bordo del “Bock’s
Car”, el bombardero que comandaba a el operativo, William L.
Laurence, articulista de ciencias del New York Times, miró a
“Fat Man”, la bomba, y apuntó en su agenda: “Es una cosa
bonita de mirarse, este regalo!” (textualmente gadget, en el
original).
Eran palabras de un reportero tonto y patriotero,
demasiadamente jóven como todos los tripulantes de la misión
genocida. Su comandante, Cap. Frederick C. Bock, tiene 27; el
bombardero y 1er Ten. Charles Levy, mal completó 26; el piloto y
Ten. 2do, Hugh C. Fergus, tiene solamente 21, y el navegador y Ten.
2do. Leonard A. Godfrey, no más que 24 años de edad. El comando de
la misión pertenece al Mayor Charles W. Sweeney, de apenas 25 años.
A las 5 de la mañana,
la luz penetró por algunas grietas de nubes.
Laurence recuerda que
todavia faltan cuatro horas para el encuentro pactado entre los tres
aviones bajo el cielo de Isla Yakoshima, a suroeste de Kyushu. El
saca su lápis de la chaqueta de cuero y anota: “En algún lugar, a
los piés de las vastas montañas de blancas nubes, está Japón,
nuestro inimigo. Dentro de cuatro horas, una de sus ciudades, que
fabrica armas para atacarnos, será barrida del mapa por el arma más
poderoso hecho por el hombre. En un décimo de milésimo de segundo -
una fracción de tiempo incomensurable por un reloj - una tempestad
bajará de los cielos y pulverizará miles de edifícios y decenares
de miles de sus habitantes”.
En las cabinas de los
B-29, los minutos corrían con desprendimiento, bromas y muchos
chistes. Cerca de la hora coincidida, el “Bock’s Car” comenzó
a describir círculos en el cielo. Después, juntos, los tres aviones
sobrevuelaron la costa, escudriñando a su blanco. “Los vientos del
destino parecen favorecer ciertas ciudades japonesas, cuyos nomes
deben permanecer en secreto...” - divagaba Laurence sobre el
aleatorio, y fulminó: “Sentir alguna pena o compasión por los
pobres diablos destinados a morirse? No, si recordamos Pearl Harbor
y la muerte en Battan!”.
Eran las 11h01 cuando
las nubes se disiparon y la escuadra ganó el cielo de una gran
ciudad portuaria. Los chicos a bordo de los trés B-29 ya no tenían
dudas: “El destino eligió a Nagasaki como el último de los
blancos...”.
Acto
seguido, sintonizaron una señal de rádio acordada y vistieron sus
anteojos de protección ARC. Eran las
11h02,
cuando el atirador ordenó: "There she goes!" - y las
entrañas del B-29 “Artiste” dieron a la luz a una criatura
metálica, negra y blindada, bajando velozmente sobre Nagasaki.
Segundos después, un
tenebroso flash de luz blanca sumergió el cielo y por
instantes cegó a los americanos dentro de las naves en desesperada
fuga.
Los americanos miran
hacia trás y para los lados, y ven crecer un monstruo: 40 mil, 50
mil, 60 mil piés! Entonces una nube de hongo con 20 quilómetros de
altura los asombra como una de las bestias del apocalipsis.
En tierra mueren
instantáneamente 74 mil personas y, depués que Laurence ganó el
Pulitzer, otros 75 mil nagasakianos entraron para la História como
hibakushas – los “sobrevivientes” - en cuyos
cuerpos el plutonio escribe desde 1945 la crónica de la muerte
anunciada por quemaduras, leucemia, cáncer linfático y demencia.
Miro el inmenso Mar de
China y percibo la silueta del ángel de Benjamin esbozada sobre la
línea del horizonte. Mientras se afasta, las ruínas crecen sin
parar.
A unas docientas
millas del holocausto, aún mirando para trás, Laurence anota: “No
hay dudas: sobre la cabeza del monstruo decapitado, están naciendo
nuevas cabezas...”.
Pensandolo bien, la
figura de la hidra, referida por Laurence, sonaba como bien tallado
juego de palabras: História como narrativa descabezada, repleta
de gestos obscenos y frases doentías. Como la de Sweeney que,
años después, frente a frente con las ruínas de Nagasaki, dijo con
pavoroso cinismo:”Pero no senti ningún remordimiento o culpa ...”.
En Nagasaki nació la
serpente de Juno, que comandó atrocidades en Corea y Vietnam, que
torturó prisioneros y meó sobre sus cuerpos en Fallujah; que limpió
sus hezes con páginas del Corán en las montañas de Afganistán e
imoló con bombas de fósforo blanco a los niños de Gaza.
Son cabezas en el
corazón de las tinieblas que, desde el Congo de Joseph Conrad, hacen
rodar cabezas mundo afuera - cabezas adiestradas por el
espíritu del coronel Kurtz, sedientas de Apocalypse, now!
Agosto
de 2014: en la Cordilleira del Alto Biobío, viento gélido azota mi
cara, pero una vieja fotografía de 1945 - “Man
Walks Through Nagasaki” -
resume dramaticamente lo que mil páginas escritas no consiguen
expresar: en la memória
colectiva,
veinte mil grados centígrados continúan a arder en Nagasaki.
Portugués
Agosto qualquer.
Vento encapelado, gélido, varre as calçadas, vareja as árvores, ofende o rosto das gentes. Corpo contraído, passos apressados, olhar desviado, rumo ao único Café da cidade, protegido por portas fechadas e por isso aconchegante.
Devaneio sobre a sublimação coletiva de nossa latitude quase austral, neste Sul brasileiro, enquanto perscruto o ambiente enfumaçado em busca de uma cadeira vaga. Tomo assento a uma mesa nos fundos do Café, munido já do primeiro caderno do jornal preso em cabide. Chamada de primeira página: morreu Charles (Chuck) W. Sweeney, comandante da esquadrilha norte-americana, que despejou uma das duas bombas atômicas sobre o Japão, em agosto de 1945.
A imaginação me assalta: Nagasaki iluminada pela luz de dez mil sóis, incendiados por Sweeney.
Então embarco no túnel do tempo. Primeiro, minhas recordações inapagáveis de agosto de 1986: verão em Nagasaki.
É hora do almoço de um sábado tropical, esplendoroso, quando eu e o professor Moritaki, meu anfitrião do movimento pacifista Gensuikin, colocamos os pés no restaurante com deslumbrante vista panorâmica sobre o imenso Mar da China.
Depois de Tóquio, muitas centenas de quilômetros rodados a bordo do trem-bala, minha missão de roteirista-dublê-de-palestrante - sobre o acidente do Césio em Goiânia e o lixo radioativo que cresce em Angra dos Reis - aproxima-se do final, na grande ilha de Kyushu.
Com gestos ensaiados de etiqueta oriental, o protocolo pede que tomemos assento e degustemos as iguarias que nos aguardam à mesa.
Meus sentidos, porém, continuam embotados. Tentam ainda metabolizar a visita ao inferno de Hiroshima, que ficou para trás. Inferno agora virtual, reproduzido em museu, mas com algumas ruínas originais, das quais a imaginação apreende odor acre a fumaça, ferro fundido, pele derretida. Gritos, berros, queixumes de crianças espavoridas!
Recuando no túnel do tempo: manhã primaveril de 6 de agosto de 1945, partida ao meio pelo fio da luz de um sol desconhecido. Sol incendiado por Paul Tibbets, piloto do Enola Gay. Onda de pressão, prédios cambaleantes, chafarizes de fogo, e do céu a chuva negra de gotas pegajosas, ácidas - noventa mil mortos instantâneos, um terço da população!
Entre os corpos fumegantes, andejam farrapos humanos, sobreviventes zumbizados. Imagem do horror que me perseguirá para sempre: estamparia de roupa impressa a ferro, tatuada com fogo, impregnada com urânio sobre a sedosa pele do torso de uma jovem e bonita mulher.
Hiroshima, meu amor, agora são muitos filmes em minha cabeça.
Sobrevivente desse holocausto, o professor, físico aposentado e militante pacifista, tenta em vão retomar o fio de nossa conversa interrompida em Hiroshima, sobre o Kyudo, a “arte cavalheiresca do Arqueiro Zen”, fazendo faiscar a mirada do único olho que a bomba atômica legara a Moritaki.
Eu tinha lhe falado da crônica de Herrigel - o professor que vai ensinar literatura alemã no Japão, e que necessita de longos e dolorosos meses para aprender que, somente a atitude do desapego, o abandono da obsessão em acertar o alvo externo, conduzirá a flecha ao seu alvo predestinado: o coração humano.
Arte marcial como alegoria do aprimoramento espiritual. Guerra contra o ego para a pacificação do homem. Sabedoria milenar assimilada durante a travessia de tantos mares de sangue e lágrimas.
Minha imaginação desenha samurais caminhando sobre o mar, apontando seus arcos contra as fortalezas voadoras B-29, que se aproximam da costa japonesa...
Resisto, sinto-me irresponsável e deselegante, mas o tema se insinua como guarnição amoral, diante da contemplação de Nagasaki devastada, que meus sentidos tentam apreender.
O velho professor, de abundante e embranquecida cabeleira, não se contém, tenta agradar. Com desmedida ternura derramada no olho mareado, ele abre um largo sorriso que desnuda o grande número de suas próteses dentárias douradas e, à queima-roupa, adianta-se, convidativo: - Mantenho um pagode Zen com alguns amigos intelectuais e monges, perto de Hiroshima. Quando quiser, venha, que já tem o seu mestre!
O velho professor, de abundante e embranquecida cabeleira, não se contém, tenta agradar. Com desmedida ternura derramada no olho mareado, ele abre um largo sorriso que desnuda o grande número de suas próteses dentárias douradas e, à queima-roupa, adianta-se, convidativo: - Mantenho um pagode Zen com alguns amigos intelectuais e monges, perto de Hiroshima. Quando quiser, venha, que já tem o seu mestre!
Gratificado, dissimulo minha comoção, desviando o olhar do rosto plácido do professor, agora um Buda incorporado, para a vastidão do Mar da China, cuja beleza e paz tentam fazer-me esquecer por que estou em Nagasaki.
Lusitanismos, rastros de Camões: por esta ilha infiltraram-se cultura e religião chinesas no Japão, mas batera é um nome de embarcação que sobrevive no sotaque nativo como relíquia da passagem por Nagasaki de caravelas portuguesas, no séc. XVI.
Por momentos, imagino Camões preso em Goa.
Recolho o olhar do horizonte e focalizo a Cidade-Baixa a meus pés, que por sua localização, clima tropical, odores, ladeiras e escadarias para a Cidade-Alta, tece associações com Salvador da Bahia.
Dou-me conta da exceção aterrorizante: o Baixo de Nagasaki não reflete mais nenhuma correspondência orgânica com as ruas, o casario e o estilo arquitetônico da colina sobre a qual me encontro.
Por momentos, imagino Camões preso em Goa.
Dou-me conta da exceção aterrorizante: o Baixo de Nagasaki não reflete mais nenhuma correspondência orgânica com as ruas, o casario e o estilo arquitetônico da colina sobre a qual me encontro.
Subitamente, invade-me a percepção de que deveria haver dois olhares sobre Nagasaki: um, de cima para baixo e, outro, em sentido inverso. Lá, a menos de um quilômetro de distância, está o marco zero, o epicentro do que um dia foi a Cidade-Baixa, cercado, agora, de imenso vazio territorial, espécie de monumento virtual, feito de ruínas e vento, para lembrar o dia 9 de agosto de 1945.
Sem pedir licença, da memória salta a imagem do Angelus Novus de Walter Benjamin.
O anjo me abraça, decolamos do solo, eu grito de medo, mas, fingindo-se de surdo, o anjo ganha as alturas. O foco se amplia, em grande angular a paisagem se descortina a nossos pés. A História, toda ela, se revela, colunas de fumaça negra ascendem ao céu, a Terra insinua-se apenas como amontoado de ruínas incandescentes. Depois, fecho os olhos e sinto-me pousar delicadamente na cadeira ao lado do professor.
Sem pedir licença, da memória salta a imagem do Angelus Novus de Walter Benjamin.
O anjo me abraça, decolamos do solo, eu grito de medo, mas, fingindo-se de surdo, o anjo ganha as alturas. O foco se amplia, em grande angular a paisagem se descortina a nossos pés. A História, toda ela, se revela, colunas de fumaça negra ascendem ao céu, a Terra insinua-se apenas como amontoado de ruínas incandescentes. Depois, fecho os olhos e sinto-me pousar delicadamente na cadeira ao lado do professor.
Túnel do tempo, trama paralela.
Madrugada numa base militar americana, em algum lugar do Pacífico. Uma centúria de homens participa do último briefing: alvos em potencial são examinados nos mapas em seus mínimos detalhes. Em seguida, a missão é abençoada com uma prece burocrática do capelão.
Com os instrumentos de navegação apontados ao Mar da China, uma esquadrilha alça vôo às 3h50 da manhã. Voando pelo noroeste, direto para o império do nascente, deslizam por um céu nublado, cujas janelas negras revelam apenas algumas poucas estrelas.
A bordo do Bock’s Car, um dos três bombardeiros B-29 da missão, William L. Laurence, jornalista de ciência do New York Times, olha para Fat Man, a bomba, e anota em sua agenda: “É uma coisa bonita de se olhar, este presente!” (textualmente gadget, no original).
São palavras de um garoto tolo e orgulhoso do caráter patriótico da missão, jovem como todos os integrantes da esquadra, que nesta madrugada rasga o céu do Pacífico, rumo à missão genocida. Seu comandante, Cap. Frederick C. Bock, tem 27, o bombardeiro e 1º. Ten. Charles Levy, mal completou 26, o piloto e 2º. Ten. Hugh C. Fergus tem somente 21 e o navegador e 2º. Ten. Leonard A. Godfrey, não mais que 24. O comando da esquadra e de toda a missão no ar pertence ao major Charles W. Sweeney, de apenas 25 de idade.
Com os instrumentos de navegação apontados ao Mar da China, uma esquadrilha alça vôo às 3h50 da manhã. Voando pelo noroeste, direto para o império do nascente, deslizam por um céu nublado, cujas janelas negras revelam apenas algumas poucas estrelas.
A bordo do Bock’s Car, um dos três bombardeiros B-29 da missão, William L. Laurence, jornalista de ciência do New York Times, olha para Fat Man, a bomba, e anota em sua agenda: “É uma coisa bonita de se olhar, este presente!” (textualmente gadget, no original).
São palavras de um garoto tolo e orgulhoso do caráter patriótico da missão, jovem como todos os integrantes da esquadra, que nesta madrugada rasga o céu do Pacífico, rumo à missão genocida. Seu comandante, Cap. Frederick C. Bock, tem 27, o bombardeiro e 1º. Ten. Charles Levy, mal completou 26, o piloto e 2º. Ten. Hugh C. Fergus tem somente 21 e o navegador e 2º. Ten. Leonard A. Godfrey, não mais que 24. O comando da esquadra e de toda a missão no ar pertence ao major Charles W. Sweeney, de apenas 25 de idade.
Às 5 da manhã, a luz penetra por algumas janelas de nuvens dissipadas. Laurence lembra que ainda faltam quatro horas para o encontro combinado dos três bombardeiros sob o céu da pequena ilha de Yakoshima, a sudoeste de Kyushu. Ele tira a caneta do bolso do casaco de couro e anota: “Em algum lugar, aos pés das vastas montanhas de brancas nuvens, à minha frente, está o Japão, o país do nosso inimigo. Dentro de quatro horas, uma de suas cidades, que fabrica armas para nos atacar, será varrida do mapa pela arma mais poderosa feita pelo homem. Em um décimo de milésimo de segundo, uma fração de tempo incomensurável por um relógio, uma tempestade descerá dos céus e pulverizará milhares de edifícios e dezenas de milhares de seus habitantes”.
O tempo transcorre com surpreendente desprendimento e muitas piadas. Perto da hora combinada, o Bock’s Car começa a descrever círculos no céu, à espera da formação com os outros dois aviões. Agora juntos, os três sobrevoam a costa, perscrutando seu alvo ainda inidefinido, mas não encontram a saída da densa coluna de nuvens na qual estão imersos. “Os ventos do destino parecem ter favorecido certas cidades japonesas, cujos nomes devem permanecer em segredo...” - divaga Laurence sobre o aleatório, poucos minutos depois, e fulmina: “Sentir alguma pena ou compaixão pelos pobres diabos prestes a morrer? Não, se nos lembrarmos de Pearl Harbor e da morte em Battan!”.
São 12h01 quando as nuvens se abrem em clareira e a esquadra ganha o céu da bonita cidade tropical. Os garotos a bordo dos três B-29 não têm mais dúvidas: “O destino escolheu Nagasaki como o último dos alvos...”. Sintonizam um sinal de rádio combinado, colocam seus óculos de proteção ARC e, quando um deles avisa, "There she goes!", as entranhas do B-29 “Artiste” dão à luz uma criatura negra, blindada, deslocando-se velozmente sobre o centro de Nagasaki.
Segundos depois, um tenebroso flash de luz branca inunda o céu e cega os homens dentro dos aviões em fuga. Olham para trás, para os lados e miram o monstro crescer, os altímetros acusando primeiro 40 mil, depois 60 mil pés; um cogumelo de 20 quilômetros de altura.
Em terra morrem instantaneamente 74 mil pessoas e, depois de Laurence ganhar o Pulitzer, outros 75 mil nagasakianos entrarão para a História como hibakushas, em cujos corpos o plutônio escreve desde 1945, a crônica da morte anunciada por queimaduras, leucemia, câncer linfático e demência.
Olho para o imenso Mar da China e percebo a silhueta do anjo de Benjamin esboçada sobre a linha do horizonte. Enquanto ele se afasta, as ruínas crescem sem cessar...
Já a duzentas milhas do holocausto, olhando para trás, Laurence anotara: “Não há dúvida: sobre a cabeça do monstro decapitado, estão nascendo novas cabeças...”
A figura da hidra, referida por Laurence, soava como espécie de marco referencial, melhor dizendo, como bem talhado trocadilho sobre a História do pós-guerra: História como narrativa descabeçada, pontilhada de gestos obscenos e frases doentias, como a de Sweeney que, anos depois, de volta ao Japão, posando no meio das ruínas de Nagasaki, disse com pavoroso cinismo: But I felt no remorse or guilt that I had bombed the city where I stood!
Em Nagasaki renascia a serpente de Juno que depois comandou atrocidades na Coréia e em My Lai, que torturou prisioneiros e mijou sobre seus corpos em Fallujah, que limpou suas fezes com páginas do Alcorão nas montanhas do Afeganistão e imolou com bombas de fósforo branco as crianças de Gaza - cabeças que desde o Congo fazem rolar cabeças No Coração das Trevas - cabeças adestradas pelo espírito do Cel. Kurtz, sedentas de Apocalypse, now!