“Artistas versus WalMart” es el título con que El Universal de México introdujo el conflicto que el pasado mes desataron los planes para construir una supertienda cerca de las ruinas de Teotihuacan. “Consideramos que es la responsabilidad incuestionable del Estado preservar el patrimonio artístico de México”, escribió un grupo de intelectuales en una carta pública al presidente Fox; pero al lado de la bóveda símbolo de la globalización, su caso a propósito de las ruinas parece precario. Si bien no menos precario que esas ruinas, cuyo poder para movilizar las ideas tuviera su apogeo con el Romanticismo.
Las ruinas románticas, como las describe Christopher Woodward, son más que la presencia del pasado: son recordatorios humillantes del futuro y de la disminución inevitable de toda gloria: “para los estadistas, las ruinas predicen la caída de los imperios, y para los filósofos, la futilidad de las aspiraciones de los hombres. Para un poeta, la decadencia de un monumento representa la disolución del ego individual en el flujo del Tiempo; para un pintor o arquitecto, los fragmentos de estupenda antigüedad ponen en duda el propósito de su arte”.
Pero, ¿qué poder hace a las ruinas humillarse, y menos aún adoctrinar, en la época de WalMart? ¿Qué son sino presencias para ser acumuladas en el carrito de compras de la experiencia turística, para parafrasear a Dean MacCannell? Me gustaría tomar una posición más esperanzada, sin embargo, y averiguar cómo las ruinas podrían ser reintegradas al presente. La pregunta es tanto política como estética, y la orientaré a través de ruinas bien distantes de las de México, y bien diferentes en cuando a su relación con las corporaciones globales. Largamente protegida de los poderes económicos que querrían acribillar su paisaje con supertiendas, es no obstante la espectacular confrontación de Cuba con el capitalismo la que ha ubicado a las ruinas de La Habana entre las más fotografiadas de la pasada década, cuando adornaron las páginas de innumerables menús de cafeterías, funcionado como telón de fondo de Buena Vista Social Club, y aportado un andamiaje visual para la ficción.
Técnicamente, o en un sentido romántico, la Habana no tiene ruinas reales. Los edificios más viejos de la ciudad datan del siglo XVI y, al igual que esos de los siguientes dos siglos de dominio colonial, han sido meticulosamente restaurados, en parte gracias a un proyecto patrocinado por la UNESCO, que comenzó en 1982. Así que no es la antigüedad lo que lega sus ruinas a La Habana. Pero tampoco son éstas ruinas en el sentido más corriente y triste del término: blancos de la destrucción deliberada, devastadas por disparos o destrozadas por bombas.
Las ruinas más fotografiadas de La Habana son víctimas de un lento abandono, del desvío, a lo largo de 45 años, de recursos hacia proyectos sociales más apremiantes. Se trata de barriadas del siglo XIX de Centro Habana en avanzado estado de abandono, entregadas al gobierno de la fuerza de gravedad; o las mansiones de inicios del siglo XX del Vedado, cuyos jardines las han cubierto. Son también, como las redefine el artista visual Carlos Garaicoa en su enérgica serie Las ruinas del futuro, proyectos inconclusos de casas que se ensamblaron entre sí en los años 70, iniciando un momento de ahínco que nunca se completó; y son las Escuelas de Arte, edificios voluptuosos abruptamente abandonados a mediados de los 60, según ha documentado John Loomis. Las de Garaicoa son ruinas con una inflexión temporal en sí mismas: en lugar de hallar el futuro en el pasado, observan el futuro en pro de completar el pasado, detectando solo un futuro imperfecto, un “serán completadas” que tiende hacia un futuro condenado.
Para iniciar una arqueología de estas ruinas del presente, llamaré a La Habana por otro nombre: Beirut. Este rebautizo no es mío, dado que La Habana es renombrada como Beirut en dos recientes novelas cubanas, haciendo de la capital libanesa tanto una ciudad hermana como un sitio para la distancia crítica. Perversiones en el Prado (1999), de Miguel Mejides, novela ampliamente divulgada que ocurre en un solar de Centro Habana, termina con una vista aérea de la ciudad, con la que se le fosiliza desde lo alto: “Sufrida Habana que había resistido el ataque de sus mismos hijos, ahora convertida en un Beirut caribeño, sus ruinas desinfladas en el grito de la noche.” Y en Contrabando de sombras (2002), de Antonio José Ponte, un fotógrafo español que ha terminado un proyecto en Beirut viene a La Habana a por “imágenes de calles vacías, de edificios apuntalados o convertidos en escombros. Ruinas, en suma. “Las calles de Beirut -comprende el personaje-, devastadas por la guerra, podían perfectamente pertenecer a esa misma ciudad” (22-23).
Beirut tiene ruinas de dos tipos diferentes: esas que le dejó la guerra civil de 1975 a 1990, la cual arrasó el centro de la ciudad y ahora están siendo reconstruidas; y las de cinco antiguas civilizaciones, desde los romanos hasta los otomanos, las cuales el gobierno se afana en promover como atracción turística. Luego, en la resonancia del argot local habanero, los emigrantes sin hogar de la provincial de Oriente se convierten en “los palestinos” en la Habana –los desplazados, los desposeídos-, de ahí que la analogía con Beirut y sus dos clases de ruinas ubica a La Habana dentro de una amplia esfera geopolítica. Ello permite que sus largamente desatendidos edificios sean leídos como ruinas dobles: a un tiempo, como anacronismos filtrados por una perspectiva romántica, y como una escena de guerra. A partir de este doble arruinamiento, o a partir de estos dos tipos de ruinas, emergen intereses contrapuestos en la construcción de La Habana como sitio desmantelado –intereses que corresponden a un mercado global de las imágenes, por un lado, y por otra, y como la obra de Ponte sugiere, a una necesidad más local de visualizar un peligro.
Acerca de la caja del reloj y del tiempo
que se ha ido - Carlos Garaicoa, 1996
Un aprecio nostálgico por los anacronismos –anhelo de un lugar fuera del tiempo que es sorprendido por el presente- es el método empleado por muchas representaciones visuales de La Habana que circulan fuera de Cuba a partir del “boom” cultural de finales de los años 90. El estudio realizado por Ana María Dopico acerca de los libros de fotos publicados en el extranjero advierte la estética común de decadencia, señalando que “en tanto la Habana de los últimos 40 años se desmorona, cambia y desaparece, la fotografía reconstituye sus paisajes en el campo de la visión, diseminando de manera seductora imágenes y sitios reales e inestables” (453). Los espectadores contemplan esta Habana petrificada con algo del sobrecogimiento que Woodward encuentra en los románticos; y si las ruinas debidas a la antigüedad “predicen la caída de imperios”, entonces las de La Habana registran y anticipan simultáneamente el declive de un ideal. Ellas incitan un lamento prematuro y ambivalente por un casi caduco proyecto social cuyo transcurso –ensayado en cada fachada agrietada, en cada ladrillo caído- señalará al menos el final de una era.
Mientras que la fotografía silencia la ciudad, ofreciendo lo que Dopico llama “una sintaxis visual seductora que debe reemplazar las voces de aquellos a quienes representa”, la ficción y las películas animan las fachadas desmoronadas de la Habana y las reforman –y con ella, a Cuba misma- como lugar habitado y vivo. Esta afirmación de vida dentro de la muerte ha creado un mercado para representaciones ruinosas en la ficción: de ahí el éxito del escritor Pedro Juan Gutiérrez, cuyas cinco novelas del “Ciclo de Centro Habana” han sido publicadas en veinte países. Las ruinas de sus novelas son a un tiempo arquitectónicas y espirituales –su protagonista está “arruinado”, “echado a perder” y “destrozado”, al igual que el edificio que habita; pero, en desafío a su propio estado de muerte, el edificio está superpoblado, sus pisos se tuercen bajo el peso de la vida y sus paredes resuenan con el frenesí de los encuentros sexuales, que son la única manera de pasar el tiempo. Buena Vista Social Club es, también, esencialmente una narrativa de sobrevivencia entre las ruinas, de estos nonagenarios músicos que han resistido décadas de anonimato para resucitar los sonidos del período prerrevolucionario. Su éxito es debido, en parte, como ha dicho Michael Chanan, a la imagen “de una Cuba del presente que preserva vestigios de un tiempo ido” (152) en cualquier otra parte. Esta estética de lo-vivido-en-ruinas, cuyos habitantes cuentan sus historias y defienden una vitalidad contra la decadencia, habla a la nostalgia y especulación mórbida de los extranjeros aficionados a Cuba. Nostalgia por un ideal mortecino que es atemperado por un ojo curioso hacia el futuro; nostalgia por el hedonismo de la década de 1950, que la industria turística ahora promete revivir; y nostalgia por un lugar protegido de la fiebre de la globalización, pero que incluye una alegría paradójicamente voyeurística en el punto de encuentro con el capital extranjero.
En 1994, la artista Tania Bruguera distribuyó a través de una red de conocidos los primeros ejemplares de su panfleto “Memoria de la posguerra”. El panfleto invitaba a sus lectores a registrar sus reflexiones acerca del Período especial, el período post soviético de severa crisis económica. La guerra en su título es, obviamente, la Guerra Fría –pero el paisaje que Bruguera invoca es uno más fértil, que podría ser leído, sobre el curso de la década, como el emplazamiento de otras guerras imaginarias. La Beirut semejante a La Habana de Mejides merece la analogía precisamente porque, sugiere él, es la escena de una guerra civil -“sufrida Habana, que había resistido el ataque de sus mismos hijos” –, pese a que no existen en la memoria reciente ataques militares a gran escala, y no es una lucha armada, sino la negligencia, lo que ha causado la devastación de la ciudad.
Entonces, ¿dónde y cuándo podemos localizar la guerra civil en La Habana, la agresión a manos de sus propios hijos? La obra de Antonio José Ponte ofrece una exploración más matizada de esta guerra imaginada. En su ensayo La viga maestra, el tiempo, publicado como ¿Por qué estoy aquí? en la colección de foto-ensayos de Terri McCoy Cuba on the Verge, sugiere que cada período revolucionario “intenta abrir en el Tiempo una brecha insalvable, y ese ataque a la fortaleza de lo temporal muy pronto pasa a ser encastillamiento propio”. Como consecuencia, con el fin de conservar su pasado, tales proyectos mantienen su entorno físico en estado de ruina. En un posterior ensayo acerca de la modelización idealista de La Habana, Ponte sugiere que las escenas de destrucción de la ciudad sirven a un propósito hondamente ideológico: proveen espejismos de batallas, utilizados políticamente como recordatorios de la guerra que no sobrevino a la Crisis de Octubre de 1962. Escribe Ponte: “Ry Cooder definió que, con la música del álbum Buena Vista Social Club, intentó recrear el sonido de una orquesta cubana de los años sesenta que nunca había existido. Practicante de una nostalgia aún más poderosa, el gobierno cubano ha conseguido convertir a La Habana en el sitio de un ataque esperado en los años sesenta que no tuvo lugar nunca” (256).
Desde esta lectura, las ruinas de la ciudad representan la memoria y, simultáneamente, el temor a una guerra estructurada a través del tiempo: las amenaza de invasión estadounidense de la Crisis de los Misiles de 1962, una pasada guerra jamás materializada; el presente y continuo ataque que implica el bloqueo; y el conflicto a gran escala con el enemigo imperialista, de proporciones inimaginables, que siempre parece inminente. Esta estudiada conservación de una devastación bélica es consistente con la retórica de militarización que ha permeado el discurso público cubano desde las tempranas batallas contra el vicio y el analfabetismo hasta el presente “período especial en tiempos de paz”. Una escena de Contrabando de sombras perpetúa está analogía alterada que se establece entre las ruinas y la ilusión de guerra. El fotógrafo español de la novela se deleita tanto en La Habana como en Beirut precisamente debido a su devastación: “en medio de la guerra, por la época en que todo resultaba más decrépito, le había llegado la sensación de pertenencia a un sitio. Y nunca más volvería a encontrar sabor en lo intacto”.
Es este aspecto encubierto de construir ruinas –debido a un interés que no revela su complicidad con los estragos del tiempo- el que Ponte atienden en su cuento Un arte de hacer ruinas. El título ya sugiere que las ruinas no han surgido simplemente, sino que han sido hechas, o incluso fabricadas; la historia culpa implícitamente a esos que podrían ver las ruinas habaneras nostálgica o heroicamente a través de la perpetuación de una estética con mala fe. Como se lamenta Ponte en ¿Por qué estoy aquí?, “la contemplación estética de la vida habanera suele pasar por alto que sus ruinas están habitadas.” Como si desafiara tal ignorancia, Un arte de hacer ruinas tiene por escenario una Habana afligida por dos problemas urbanos contemporáneos, la sobrepoblación y el derrumbe frecuente de sus edificios, y refiere la historia de un estudiante intentando escribir su tesis acerca de la creación de espacio donde este no existe.
Amenazado por la “tugurización” (“la capacidad que tiene una ciudad superpoblada para hacer espacios dentro del espacio urbanizado”, Rodríguez 184) y sostenido por “la estática milagrosa” (30) (término arquitectónico para los edificios que se mantienen en pie pese a que los cálculos estructurales podrían indicar lo contrario), La Habana es “una ciudad… que crece hacia adentro” (25). Y todavía hay una ciudad creciendo hacia abajo: tal y como el estudiante descubre, es un nivel extremo de práctica clandestina de la “tugurización” lo que determina el milagro estructural de la ciudad. Al final de la historia, el estudiante tropieza con una extraña ciudad subterránea: debajo de La Habana, una replica parásita ha sido reconstruida con materiales robados de arriba, ciudad ésta que perpetúa la ilusión de una estructura perdurable, cuando de hecho la crea de una manera aún más precaria. Esta ciudad es Tuguria, “donde todo se conserva como en la memoria” (39), pero la memoria a cuyo servicio la ciudad bajo tierra ha sido arruinada es precisamente el problema. Ya que las ruinas son reverenciadas en nombre de una nostalgia idealista o de la intimidación, sugiere el relato, su atractivo visual es permitido para eclipsar el sufrimiento humano que es su más inmediato contenido.
*Esther Whitfield é professora na Brown University, Rhode Island, EUA.
Versão em Espanhol: Dean Luis Reyes
Fonte: Escuela Internacional de Cine Y Televisión, La Habana
(Fotos: no-more.com, pilot of a project to photograph, catalog, map, and visually assess, Havana buildings).
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