Una
mañana de marzo del 1933, Vera Broïdo, modelo, musa, diseñadora de
moda, pintora, cantante, poeta, testigo histórico, ser humano
excepcional, desembarcó –mareada– en Eivissa, junto con el
matrimonio Hausmann. El trío formado por Raoul Hausmann, artista
polifacético y uno de los máximos exponentes del dadaísmo, su
esposa Hedwig Mankiewitz y la joven Vera (veintiséis años), huía
de la creciente represión nazi. El exilio político siempre formó
parte de la vida de esta viajera, desde que a los siete años
acompañó a su madre Eva Gordón, notable revolucionaria menchevique
rusa, a su primer destierro en Siberia.
De
hecho, la mayor parte de la accidentada infancia y juventud de Vera
transcurrió huyendo con sus padres, primero de la policía secreta
zarista y de la represión bolchevique después. Enamorados del
paisaje isleño, de sus «casas que crecen» y de la dignidad de sus
gentes, Vera y el matrimonio Hausmann habitaron en dos casas payesas:
can Mestre (Benimusa) y Can Palerm (Sant Josep), a la que Vera
describe como «una perla de la arquitectura cúbica ibicenca»
(actualmente malograda, en parte). Al mediodía, el trío comía en
can Llorenç, el bar del entonces alcalde del pueblo, de simpatías
socialistas.
Raoul
y Vera se habían conocido en los círculos artísticos del Berlín
de los años 20 donde florecía la vida cultural en gran parte
alimentada por los refugiados rusos. Años más tarde lo describió
como un hombre bajo, robusto y presumido; no le pareció guapo ni le
gustó su monóculo ni su ropa exagerada, aunque reconoció su
carisma. Invitada por los Hausmann a veranear en una isla del
Báltico, aceptó ingenuamente halagada sin sospechar que se vería
precipitada a un ménage à trois con un hombre que la doblaba en
edad. En palabras de su mujer, Raoul «necesitaba» a Vera aunque, en
las memorias de esta última, escritas sesenta años más tarde
(‘Daugther of the Revolution’, London, 1998), todavía se
preguntaba si el artista la deseaba como musa, espectadora o
contrincante.
Fascinada
por el artista «medio genio, medio loco», Vera se mantuvo fiel a
los Hausmann durante siete años, hasta que la ruptura cristalizó en
una Eivissa de una «belleza increíble», como «un pañuelo
ribeteado de encaje negro volando sobre el mar azul oscuro».
La
poética del cuerpo
Las musas, personajes míticos de la Antigüedad Clásica, son la personificación femenina de un concepto. La musa –vocablo de raíz indoeuropea que significa ‘pensar’, también presente en los términos ‘mente’, ‘museo’ y ‘memoria’– se concibió originalmente como la fuente mítica de conocimiento de la que bebían los poetas, encargados de la necesaria labor social de interrogar la realidad con su imaginación y dotarla de sentido con sus palabras, pero también de tender puentes a lo inefable.
Las
declaraciones de Broïdo, recogidas en sus memorias y entrevistas,
demuestran una vez más cómo el trabajo de una verdadera ‘musa’
terrena va mucho más allá que la de una mera presencia bella e
inarticulada, pero misteriosamente ‘inspiradora’. Broïdo siempre
hablaba en primera persona del plural sobre los proyectos «de
Hausmann» en la isla, como por ejemplo, su investigación
fotográfica sobre las casas payesas, las ruinas púnicas y la
cultura local. De hecho, era Vera quien visitaba regularmente la
biblioteca municipal de Vila para informar su común proyecto
etnográfico, puesto que hablaba castellano y algunas palabras de
ibicenco.
«Adicta a la lectura» desde los cuatro años y buena conocedora de los clásicos rusos, Vera, poeta ingenua y valiente, en un intercambio de civiles en la frontera ruso-polaca y con sólo trece años, llegó a arriesgar la vida para salvar su obra poética y algunas fotos de familia. Sus padres le transmitieron una noción del mundo del conocimiento y de la universidad como la patria universal de la que deseaban formar parte.
Aunque
en los años 20 la universidad parisina de la Sorbona la decepcionó,
la Casa de los Poetas de San Petersburgo fue uno de sus hogares de
adolescente donde alimentaba cuerpo y espíritu. Sin duda, Broïdo y
Hausmann compartían una visión poética del mundo que la llevó a
interesarse por sus poemas dadá: esos ataques literarios al lenguaje
que trataban de hacer poesía desde el cuerpo, «en la boca» en
lugar de en la mente.
Como
decía Thoreau, lo corpóreo ha estado siempre presente en la poesía
pues, las y los poetas «escriben la historia de su cuerpo». La
poética del cuerpo y el espacio fue también un interés compartido
por musa y poeta. Gran andarina, en sus memorias Vera nos relata la
gran importancia que ciertos territorios y ciudades tuvieron para
ella, hasta el punto de una suerte de enamoramiento espacial con
Minusinsk (Siberia), San Petersburgo, Paris, Berlín, la catedral de
Smolny y Eivissa, entre otros.
Amante
de la vida en Siberia, donde el invierno es una larga noche de seis
meses de duración introducido por un otoño y primavera en
semioscuridad, no sorprende que Vera percibiera los luminosos
paisajes mediterráneos como «pura magia» salida de un «cuento de
hadas», pero «irreales» desde su perspectiva de «espectadora y
extranjera». Para Vera, no se trataba pues de un paisaje para vivir,
sino para soñar, actividad en la que puso un nada desdeñable empeño
y que enriqueció la investigación dadá en pos de un estado de
inconsciencia, huyendo de la represión efectuada por el lenguaje con
el fin de hallar «un lenguaje nuevo para nuestra despertada
consciencia cósmica» en el habitable mundo ibicenco.
La
vivencia activa del cuerpo y el espacio de Vera, paseante
internacional y gran aficionada a los bailes de la época como el
charlestón, ofrece pues un interesante contrapunto a la nueva
orientación en la danza de Raoul «prescrita por la organización
del cuerpo», como él mismo explicó a su inteligente musa. En
efecto, el artista vivía dicha exploración coreográfica como «una
batalla entre el cuerpo y el espacio» en la que «el cuerpo preso en
el espacio se libera». Su fruto: una danza «enormemente original y
atractiva», en palabras de Vera, la espectadora, que reflejaba la
búsqueda dadaísta de una sabiduría en movimiento, capturada entre
lo estático y el constante devenir de la vida, sobre la que
construir un nuevo yo.
En
la década de los 30 ya se practicaba el nudismo en la isla, de un
modo íntimo y compasivo, muy diferente al nudismo populista en boga
en la Alemania de la época. Sin duda, la innovadora poética del
desnudo en las fotografías de Hausmann es deudora de la excepcional
vivencia corporal de Vera, una imponente pelirroja de magnética
presencia, para quien el nudismo era «tan natural como la tierra y
el cielo».
Así
pues, Vera, la modelo, conectó rápidamente con Raoul puesto que,
como ella misma relata, en su fotografía «los desnudos no eran
diferentes de la arena, los guijarros o las plantas, lo que importaba
era la textura y la forma, los objetos en el espacio y la luz», un
revolucionario modo de ver inaugurado por Hausmann, «fotógrafo
honesto», pionero de la fotografía moderna que amaba fotografiar
desprevenidos a sus sujetos.
Espejo
de perfección
La bella Vera, cuyo nombre significa en ruso «fe», fue nombrada por sus padres, ambos judíos agnósticos e idealistas revolucionarios rusos, en honor de dos legendarias revolucionarias: Vera Figner y Vera Zasulich. En consecuencia con el ideario revolucionario, heredero de los utópicos franceses, Vera creció en la igualdad entre mujeres y hombres, ideal progresista de la época también compartido por Hausmann (al menos en teoría), puesto que él escribió en contra del matrimonio burgués –entendido como una estructura patriarcal que legaliza la posesión del cuerpo de la mujer y de su más preciado producto: los hijos–, y a favor de la libre disposición del cuerpo de las mujeres y de las relaciones sexuales libres, tanto de cariz hetero como homosexual.
Vera,
en libre disposición de su sexualidad, tuvo un affaire con el
ibicenco Antoni Ribas, compañero de viajes del trío por la isla,
para gran escarnio de Hausmann, quien públicamente siempre pretendió
que Vera era su sobrina. Raoul, enloquecido por los celos, trató de
matar al supuesto seductor con un cuchillo.
Este
incisivo episodio resonaba con ecos de los propios mores de la isla:
una masculinidad precaria, frágil, demasiado fácilmente humillada
por la rivalidad de otro hombre en el cortejo, que arremete con
violencia contra lo que percibe como una amenaza a su propia
integridad. Integridad, hombría y honorabilidad, constituidas sobre
la inestable base de la posesión del cuerpo ajeno: el femenino.
Así
pues, desveladas sus contradicciones, emergió el carácter
megalómano de Raoul enfrentado a Vera, la contrincante. Mucho camino
quedaba para recorrer en la aspiración dadaísta hacia «la
desintoxicación práctica del Yo»… Por cierto, prosiguió la
amistad entre Vera y Antoni, pues ella le rescató de un campo de
refugiados del sur de Francia al que, como uno de los cabecillas del
Partido Comunista de la isla, fue a parar durante nuestra Guerra
Civil.
La
vida idílica de la isla actuó, una vez más, también para Vera,
como un espejo de perfección en el que vio reflejado lo que ella
misma calificaba de «imperfecto y erróneo» en su vida. Tras un año
de estancia en nuestro paraíso mediterráneo, la joven decidió
abandonar a Raoul y dejar atrás la Eivissa utópica que, junto con
otras viajeras ilustres, contribuyó a forjar: ese espacio en el que
seguir ensayando nuevos modos de relacionarse en los que algunas nos
empeñamos en seguir creyendo contra recalcitrantes evidencias.
Quiero
pensar que, tal como Raoul afirmaba («en el fondo las mujeres
siempre permanecen intactas»), la fe de Vera consiguió salir ilesa
de la isla, refugiada en la certeza de que si el poeta (dadaísta o
no) es necesario, la musa imprescindible.
Dadaísta Raoul Hausmann com Hedwig Mankiewitz e Vera Broïdo
em Ibiza, 1929. Foto inferior: Hedwig Mankiewitz e Vera Broïdo
deitadas na praia.
Fotos: Raoul Hausmann