21 dezembro 2014

Patricia Soley Beltrán - Vera Broïdo: la musa imprescindible




Una mañana de marzo del 1933, Vera Broïdo, modelo, musa, diseñadora de moda, pintora, cantante, poeta, testigo histórico, ser humano excepcional, desembarcó –mareada– en Eivissa, junto con el matrimonio Hausmann. El trío formado por Raoul Hausmann, artista polifacético y uno de los máximos exponentes del dadaísmo, su esposa Hedwig Mankiewitz y la joven Vera (veintiséis años), huía de la creciente represión nazi. El exilio político siempre formó parte de la vida de esta viajera, desde que a los siete años acompañó a su madre Eva Gordón, notable revolucionaria menchevique rusa, a su primer destierro en Siberia.

De hecho, la mayor parte de la accidentada infancia y juventud de Vera transcurrió huyendo con sus padres, primero de la policía secreta zarista y de la represión bolchevique después. Enamorados del paisaje isleño, de sus «casas que crecen» y de la dignidad de sus gentes, Vera y el matrimonio Hausmann habitaron en dos casas payesas: can Mestre (Benimusa) y Can Palerm (Sant Josep), a la que Vera describe como «una perla de la arquitectura cúbica ibicenca» (actualmente malograda, en parte). Al mediodía, el trío comía en can Llorenç, el bar del entonces alcalde del pueblo, de simpatías socialistas.

Raoul y Vera se habían conocido en los círculos artísticos del Berlín de los años 20 donde florecía la vida cultural en gran parte alimentada por los refugiados rusos. Años más tarde lo describió como un hombre bajo, robusto y presumido; no le pareció guapo ni le gustó su monóculo ni su ropa exagerada, aunque reconoció su carisma. Invitada por los Hausmann a veranear en una isla del Báltico, aceptó ingenuamente halagada sin sospechar que se vería precipitada a un ménage à trois con un hombre que la doblaba en edad. En palabras de su mujer, Raoul «necesitaba» a Vera aunque, en las memorias de esta última, escritas sesenta años más tarde (‘Daugther of the Revolution’, London, 1998), todavía se preguntaba si el artista la deseaba como musa, espectadora o contrincante. 

Fascinada por el artista «medio genio, medio loco», Vera se mantuvo fiel a los Hausmann durante siete años, hasta que la ruptura cristalizó en una Eivissa de una «belleza increíble», como «un pañuelo ribeteado de encaje negro volando sobre el mar azul oscuro».

La poética del cuerpo

Las musas, personajes míticos de la Antigüedad Clásica, son la personificación femenina de un concepto. La musa –vocablo de raíz indoeuropea que significa ‘pensar’, también presente en los términos ‘mente’, ‘museo’ y ‘memoria’– se concibió originalmente como la fuente mítica de conocimiento de la que bebían los poetas, encargados de la necesaria labor social de interrogar la realidad con su imaginación y dotarla de sentido con sus palabras, pero también de tender puentes a lo inefable.

Las declaraciones de Broïdo, recogidas en sus memorias y entrevistas, demuestran una vez más cómo el trabajo de una verdadera ‘musa’ terrena va mucho más allá que la de una mera presencia bella e inarticulada, pero misteriosamente ‘inspiradora’. Broïdo siempre hablaba en primera persona del plural sobre los proyectos «de Hausmann» en la isla, como por ejemplo, su investigación fotográfica sobre las casas payesas, las ruinas púnicas y la cultura local. De hecho, era Vera quien visitaba regularmente la biblioteca municipal de Vila para informar su común proyecto etnográfico, puesto que hablaba castellano y algunas palabras de ibicenco. 

«Adicta a la lectura» desde los cuatro años y buena conocedora de los clásicos rusos, Vera, poeta ingenua y valiente, en un intercambio de civiles en la frontera ruso-polaca y con sólo trece años, llegó a arriesgar la vida para salvar su obra poética y algunas fotos de familia. Sus padres le transmitieron una noción del mundo del conocimiento y de la universidad como la patria universal de la que deseaban formar parte.

Aunque en los años 20 la universidad parisina de la Sorbona la decepcionó, la Casa de los Poetas de San Petersburgo fue uno de sus hogares de adolescente donde alimentaba cuerpo y espíritu. Sin duda, Broïdo y Hausmann compartían una visión poética del mundo que la llevó a interesarse por sus poemas dadá: esos ataques literarios al lenguaje que trataban de hacer poesía desde el cuerpo, «en la boca» en lugar de en la mente.

Como decía Thoreau, lo corpóreo ha estado siempre presente en la poesía pues, las y los poetas «escriben la historia de su cuerpo». La poética del cuerpo y el espacio fue también un interés compartido por musa y poeta. Gran andarina, en sus memorias Vera nos relata la gran importancia que ciertos territorios y ciudades tuvieron para ella, hasta el punto de una suerte de enamoramiento espacial con Minusinsk (Siberia), San Petersburgo, Paris, Berlín, la catedral de Smolny y Eivissa, entre otros.

Amante de la vida en Siberia, donde el invierno es una larga noche de seis meses de duración introducido por un otoño y primavera en semioscuridad, no sorprende que Vera percibiera los luminosos paisajes mediterráneos como «pura magia» salida de un «cuento de hadas», pero «irreales» desde su perspectiva de «espectadora y extranjera». Para Vera, no se trataba pues de un paisaje para vivir, sino para soñar, actividad en la que puso un nada desdeñable empeño y que enriqueció la investigación dadá en pos de un estado de inconsciencia, huyendo de la represión efectuada por el lenguaje con el fin de hallar «un lenguaje nuevo para nuestra despertada consciencia cósmica» en el habitable mundo ibicenco.









La vivencia activa del cuerpo y el espacio de Vera, paseante internacional y gran aficionada a los bailes de la época como el charlestón, ofrece pues un interesante contrapunto a la nueva orientación en la danza de Raoul «prescrita por la organización del cuerpo», como él mismo explicó a su inteligente musa. En efecto, el artista vivía dicha exploración coreográfica como «una batalla entre el cuerpo y el espacio» en la que «el cuerpo preso en el espacio se libera». Su fruto: una danza «enormemente original y atractiva», en palabras de Vera, la espectadora, que reflejaba la búsqueda dadaísta de una sabiduría en movimiento, capturada entre lo estático y el constante devenir de la vida, sobre la que construir un nuevo yo.

En la década de los 30 ya se practicaba el nudismo en la isla, de un modo íntimo y compasivo, muy diferente al nudismo populista en boga en la Alemania de la época. Sin duda, la innovadora poética del desnudo en las fotografías de Hausmann es deudora de la excepcional vivencia corporal de Vera, una imponente pelirroja de magnética presencia, para quien el nudismo era «tan natural como la tierra y el cielo».

Así pues, Vera, la modelo, conectó rápidamente con Raoul puesto que, como ella misma relata, en su fotografía «los desnudos no eran diferentes de la arena, los guijarros o las plantas, lo que importaba era la textura y la forma, los objetos en el espacio y la luz», un revolucionario modo de ver inaugurado por Hausmann, «fotógrafo honesto», pionero de la fotografía moderna que amaba fotografiar desprevenidos a sus sujetos.

Espejo de perfección

La bella Vera, cuyo nombre significa en ruso «fe», fue nombrada por sus padres, ambos judíos agnósticos e idealistas revolucionarios rusos, en honor de dos legendarias revolucionarias: Vera Figner y Vera Zasulich. En consecuencia con el ideario revolucionario, heredero de los utópicos franceses, Vera creció en la igualdad entre mujeres y hombres, ideal progresista de la época también compartido por Hausmann (al menos en teoría), puesto que él escribió en contra del matrimonio burgués –entendido como una estructura patriarcal que legaliza la posesión del cuerpo de la mujer y de su más preciado producto: los hijos–, y a favor de la libre disposición del cuerpo de las mujeres y de las relaciones sexuales libres, tanto de cariz hetero como homosexual.

Vera, en libre disposición de su sexualidad, tuvo un affaire con el ibicenco Antoni Ribas, compañero de viajes del trío por la isla, para gran escarnio de Hausmann, quien públicamente siempre pretendió que Vera era su sobrina. Raoul, enloquecido por los celos, trató de matar al supuesto seductor con un cuchillo.

Este incisivo episodio resonaba con ecos de los propios mores de la isla: una masculinidad precaria, frágil, demasiado fácilmente humillada por la rivalidad de otro hombre en el cortejo, que arremete con violencia contra lo que percibe como una amenaza a su propia integridad. Integridad, hombría y honorabilidad, constituidas sobre la inestable base de la posesión del cuerpo ajeno: el femenino.

Así pues, desveladas sus contradicciones, emergió el carácter megalómano de Raoul enfrentado a Vera, la contrincante. Mucho camino quedaba para recorrer en la aspiración dadaísta hacia «la desintoxicación práctica del Yo»… Por cierto, prosiguió la amistad entre Vera y Antoni, pues ella le rescató de un campo de refugiados del sur de Francia al que, como uno de los cabecillas del Partido Comunista de la isla, fue a parar durante nuestra Guerra Civil.

La vida idílica de la isla actuó, una vez más, también para Vera, como un espejo de perfección en el que vio reflejado lo que ella misma calificaba de «imperfecto y erróneo» en su vida. Tras un año de estancia en nuestro paraíso mediterráneo, la joven decidió abandonar a Raoul y dejar atrás la Eivissa utópica que, junto con otras viajeras ilustres, contribuyó a forjar: ese espacio en el que seguir ensayando nuevos modos de relacionarse en los que algunas nos empeñamos en seguir creyendo contra recalcitrantes evidencias.

Quiero pensar que, tal como Raoul afirmaba («en el fondo las mujeres siempre permanecen intactas»), la fe de Vera consiguió salir ilesa de la isla, refugiada en la certeza de que si el poeta (dadaísta o no) es necesario, la musa imprescindible.



Dadaísta Raoul Hausmann com Hedwig Mankiewitz e Vera Broïdo 
em Ibiza, 1929. Foto inferior: Hedwig Mankiewitz e Vera Broïdo
deitadas na praia.

Fotos: Raoul Hausmann