Se as coisas são inatingíveis… ora!
Não é motivo para não querê-las…
Que tristes os caminhos se não fora
A mágica presença das estrelas!
Não é motivo para não querê-las…
Que tristes os caminhos se não fora
A mágica presença das estrelas!
Mário Quintana
Trad.: Cleto de Assis
Si las cosas son inalcanzables… ¡pues
No es motivo para no desearlas!…
¡Qué tristes los caminos si no fuera
la mágica presencia de las estrellas!
No es motivo para no desearlas!…
¡Qué tristes los caminos si no fuera
la mágica presencia de las estrellas!
Mário Quintana
(Trad. F. Füllgraf)
Eran los últimos días de 1969, y en las charlas en Lima discutíamos la herencia que recibimos de los "años rebeldes". La década del 60 se había iniciado con un ejército limitando con un muro la libertad de Berlín, pero había terminado con tres astronautas abriendo los caminos del universo. En aquellos años el mundo se había conmovido con el mensaje de paz y amor, en la imagen sacrificada de Martin Luther King, y había conocido el verdadero significado de la resistencia, en la figura irreprochable de Ho Chi Minh. La revuelta de Nanterre movilizó a los estudiantes de todo el mundo, y a lo largo del continente, aportábamos en 1970 en la cresta de una ola libertaria de gran alcance, cuya espuma esparcía el ejemplo del Che Guevara. Vivíamos en un tiempo sin el liberalismo y la globalización, y Cuba surgía como una alternativa socialista y referencia de la lucha revolucionaria. El mundo era una alquimia de ideas y América Latina su mejor laboratorio. La nueva historia en el contexto continental, era la de una sola nación, un solo pueblo, latino e "indoamericano" – en la expresión de Mariátegui. La esperanza era una bandera izada en el corazón de todos los que se atrevían a soñar con una sociedad justa y fraterna, fuesen ellos un guerrillero, un intelectual comprometido, o integrase a una vanguardia estudiantil. Nuestra cultura ancestral – manchada por la violencia colonial y por la sangre de tantos mártires en la trágica memoria de cinco siglos – era redescubierta como una fuente que traía nuevas aguas para interpretar la historia. Nuestros sueños navegaban en el misterioso velero del tiempo, inflado por los vientos de la fe revolucionaria, cargado de himnos y canciones libertarias, llevando la madre tierra y las semillas para los desheredados, lleno también de emociones y con el encanto de la solidaridad, rumbo a la sociedad con que soñábamos.
Nosotros, los poetas, nos expresábamos por las líricas huellas de esa anhelada utopía, al cantar las primicias de un mundo nuevo, con el presentimiento y de las luces de aquel inmenso amanecer. Transitábamos en la ruta de las estrellas en busca de un puerto en el horizonte, en búsqueda de un hombre nuevo, de una tierra prometida para ser entrevista en los primeros destellos de la aurora. Había una perseverante certeza en el mañana y muchos cayeron luchando con esa creencia tatuada en el alma, aunque los sobrevivientes nunca hayan llegado a contemplar esa alborada.
En los años 1960, ser joven significaba estar comprometido con una fe, con una causa social, y en aquellos pasos de la historia era molesto ante el grupo no tener un compromiso político y peor todavía, ser de "derecha". En la juventud de aquellos años, ser un "reaccionario" era un estigma. Esa fue la palabra que nosotros, los de la "izquierda", los opositores deshacíamos ideológicamente a los adversarios de la "derecha" y hasta a los dogmáticos del “Partidão”[i], por quienes éramos llamados de revisionistas. Por otro lado, se hablaba de un " poder joven". ¿Pero que "poder joven" era aquel, maquillado con la credibilidad de las filosofías orientales, si ese poder no estaba comprometido con el significado social de la libertad y la justicia? La ideología marxista no nos permitía confundir los ideales inconsecuentes de la contracultura con el ideario de aquellos que estaban dispuestos a dar su vida por la construcción de una nueva sociedad. Era como si hubiera en América Latina, dos Mecas para la juventud, una en Berkeley y otra en Cuba.
Si la palabra "izquierda" ante los emolumentos del poder fue perdiendo su transparencia ideológica, es imprescindible no perder el significado histórico de esta dicotomía, ya que en su origen, durante la Revolución Francesa , el clero y la nobleza se posicionaban a la derecha del Rey y los representantes del pueblo a su izquierda. Doscientos veinte años después, todos sabemos cuál es el lado que continúa defendiendo las causas sociales. Los principios son intocables, pero no las ideas. Es razonable, por lo tanto, que podamos resignificarlas, redefiniendo los colores de nuestra antigua bandera, así como reconocer los errores y defectos de la propia "izquierda".
Los años 60, enriquecidos por la generación de nuevas teorías sociales, por filosofías que señalaban el progreso de las relaciones humanas, no mostrarían, en el sabor amargo de lo frutos, la dulzura sembrada por la esperanza. Los grandes sueños políticos se desmovilizaron por intereses ideológicos equivocados, por el oportunismo electoral y la seducción del poder. Los sueños alimentados por la contracultura, en principio legitimados por las postulaciones en contra de los males del capitalismo, se perdieron en la peligrosa ilusión favorecida por las drogas, por el desencanto por la sexualidad y la posterior dependencia a las tecnologías alienantes. Sueños y esperanzas acabaron desaguando en este inquietante "mar de los sargazos" en que se transformó el mundo, donde navegan los piratas de la codicia y la crueldad.
Pero también había jóvenes que no tuvieron la experiencia de esa emoción sublime de indignarse con las injusticias. En aquellos años, en otra línea de reacciones, una columna elitista de jóvenes marchaba en contra de todo lo que luchábamos. Me encontré con estas figuras siniestras en las calles de Curitiba. Eran portavoces de la alta jerarquía de la Iglesia y desfilaban altaneras con sus atavíos medievales, en los primeros años de la dictadura en Brasil, en defensa del régimen militar y los intereses conservadores de la oligarquía con las banderas "Tradición, Familia y Propiedad". Vi a sus asociados en Chile, liderados por Maximiano Ríos Griffin en 1969, durante el gobierno de Eduardo Frei, llevando las banderas al viento con el emblema de "Fiducia", el odio social, el resentimiento contra un cristianismo que abrazaba a las causas populares y sobre todo, a plantar las semillas de la conspiración que derrocaría, con otros aliados sanguinarios, el gobierno legítimo de Salvador Allende.
Desde los años 1970 la ascensión del capitalismo financiero, bajo el disfraz de la globalización, comenzó a extender sus redes y a ganar, con armas invencibles, esa nueva e inmensa guerra mundial, que avanza con voracidad, a desterrar los valores humanos y a generar multitudes de excluidos, moliendo nuestras utopías, convirtiendo el planeta en un supermercado y quitándole el carácter de la propia cultura con atrayentes modelos de un consumo superfluo y desechable.
Aunque haya en Brasil muchos jóvenes "conectados", preocupados con la ética, con las fronteras alarmantes de la corrupción, con el rescate del medio ambiente y bellos proyectos comunitarios, toda aquella generación fue víctima de la nueva orden social impuesta a lo largo de veintiún años de dictadura militar, inducida a "educarse" en las cartillas de Educación Moral y Cívica, centradas en la obediencia, la pasividad, el anticomunismo y un malsano patrioterismo. Víctimas de un proceso de moldeo subliminal de comportamiento, los jóvenes que abdicaron de su conciencia crítica se transformaron en simples consumidores. Ellos forman parte de la juventud apresurada de nuestros días, no comprometida con los problemas sociales, inmediatista, con aversión a la lectura, o derrotada por la adicción. Esta es la cara trágica de un segmento de la juventud contemporánea: jóvenes que actúan como simples títeres de un mercado global de las ilusiones, asimilados por las nuevas tecnologías de información, homogeneizados desde los primeros años para consumir, renunciando a menudo al análisis de los hechos y de la etapa promisora de la ciudadanía.
Los precursores involuntarios de la posmodernidad – leer a Nietzsche y Heidegger – y sus ideólogos más ilustres en la filosofía y en el arte, se aliaron al posterior trabajo de demolición comandado por la globalización. En reacción a los paradigmas orgullosos y dogmáticos de la ciencia mecanicista del siglo XIX, los intelectuales nihilistas han apostado en la reacción generalizada de la falta de fe en los valores humanos, des-construyendo el significado de la verdad, la belleza y la trascendencia del humanismo en la tradición occidental; anunciando una libertad sin la noción del deber; no respetando los arquetipos religiosos, descalificando a la Historia, invirtiendo la estética del arte al despojarla de la estesía y del encanto (y si hay algún mérito en los excesos del arte moderno, es el de retratar el perfil catastrófico del mundo contemporáneo); la eliminación de la melodía de la música, proclamando la irreverencia y haciendo burla de los ideales y del significado de la utopía. Acerca de este término, tan desfigurado en nuestros días, estudiantes colombianos hicieron en una ocasión, al cineasta argentino Fernando Birri, la siguiente pregunta: ¿Para qué sirve la utopía? El contestó que la utopía es como la línea del horizonte, siempre va por delante de nosotros y por eso nunca podemos alcanzarla. Si caminamos diez, veinte, cien pasos, ella siempre estará por delante de nosotros. Si la buscamos, ella se aleja. ¿Qué es la utopía? — preguntó él, respondiendo: Para hacernos caminar...
Aunque casi todo ha sido des-construido, nuestros ideales desterrados y la globalización ya nos impida soñar y nos arrastre al olvido, es imprescindible creer que hay una Fénix entre las cenizas que quedaron del mundo por el cual luchamos. No renunciamos a la esperanza, pero reconocemos que nuestro velero zozobró y sus restos se esparcieron en las playas melancólicas de esos años. Sobrevivimos tal cual náufragos en un mar de ultrajes y desengaños, junto con lo que restó del destrozo de las grandes ideologías y con las crueles aberraciones que avergonzaron nuestros sueños cuándo vimos el marxismo dogmatizado por el estalinismo y comprendimos por qué marchitaba la "Primavera de Praga". Sobrevivimos en las lágrimas derramadas por sobre las páginas de El Archipiélago Gulag, en el desencanto de saber la belleza de la utopía hegeliana invertida por el totalitarismo nazi y el conocimiento científico manchado por la explosión atómica.
La contracultura, la postmodernidad, la globalización y la destrucción del medio ambiente son los nuevos caballeros del mundo apocalíptico que recibimos. De estos cuatro patéticos espectros, los tres primeros han causado efectos desastrosos en la cultura – y allá en la región andina, mi nueva escuela en aquellos años, la globalización insinuaría el olvido de la historia y de la cultura, encontrándose con la lucha de los peruanos delante del legado Quechua y la resistencia inquebrantable de los bolivianos de mantener la cultura aymará – y los dos últimos sobre el curso futuro de la humanidad.
Nosotros no heredamos solamente la decepción, sino un enojo crónico a pesar de cualquier optimismo. Hoy somos, tan solo, seres comprados en este gran centro comercial de negocios y apariencias en el que se convirtió el mundo. Herederos impotentes de un sueño, vivimos en un mundo alienante, distópico y devorado por las fauces de la globalización.
Años 60 – ¡que ventura haber sido joven en aquel tiempo! Allí la realidad se encontraba a pocos pasos de los ideales.
Siglo XXI – ¡qué insólita transición! ¿A dónde vamos? ¡Sin norte, sin puerto, sin un amanecer! ¡Cuánta perplejidad, cuántos presentimientos! ¿No habrá otro mundo mejor y posible? ¿Sin crueldad, estupidez y falsas promesas? Estas son preguntas que piden respuestas plurales. Esta es una transición umbrosa balizada por la desventura y el desencanto. Es un tiempo de antítesis. Esperamos que el proprio Tiempo, con su dialéctica misteriosa, nos traiga una síntesis regenerada. En este callejón sin salida nos quedan, sin embargo, los territorios inviolables de la imaginación y la esperanza y para mí un poco más: la trascendencia y la grata introspección en esas memorias.
Versão original em Português
Tempos atrás, o poeta e pensador paranaense, Manoel de Andrade, começou a dar vida a um projeto que vinha acalentando há vários anos: o resgate de sua memorável caminhada do Brasil até a fronteira do México, durante os anos de chumbo das ditaduras, época que em outros países coincidia com o rebrotar da efervescência politica e cultural, do que foram exemplos os governos progressistas, civis e militares, no Peru, Chile e na Bolívia. Destas lembranças nasce O Bardo Errante, livro do qual Manoel nos cede gentilmente alguns capítulos a título de pré-divulgação, iniciada com "Nos rastros da Utopia".
No Brasil, o poeta-viandante, Manoel de Andrade, é um personagem que foge à regra,
no Paraná e em Curitiba, é pioneiro. Refiro-me, em primeiro lugar, à alma que
subjaz ao seu projeto literário, o da grande crônica de viagem e de costumes,
estilo virtualmente extinto em nosso jornalismo e até mesmo na literatura
brasileira contemporânea. A alma manoelina que narra, questiona, celebra e
canta, é a do abraço cultural e afetivo com a América de raízes indo-latinas.
Quem no Brasil conhece sua
história, sua gente, suas riquíssimas culturas, sua literatura, seus cantos, e
não por último – como comem, bebem e amam esses hermanos? Tomemos como exemplo
o convívio entre os vizinhos. Houve épocas, e duraram muito, em que o ignaro
baronato do café, aquela república autoritária instalada no Catete, mas que
pensava no Vale do Paraíba apenas, tratava os vizinhos argentinos como
“cucarachas”, e é bem verdade que, muitas décadas além, a recíproca era
verdadeira, isto é, para os portenhos os brasileiros não passavam de “los
negritos”. Trocado em miúdos: as velhas oligarquias, das quais apenas a
argentina merecia ter atributo de elite, minimamente erudita – deste velho
senhorio nada a esperar para o desvelo das diferenças; quem dirá das
complementariedades. E fazê-lo, com o esforço da lembrança (lá se vão quarenta
anos dessa odisséia) e a fúria investigativa – este é o primeiro mérito da
obra, ao mesmo tempo hercúlea e apurada, de Manoel de Andrade, que percorre
trilhas jamais sonhadas pelo jovem Guevara em sua romantizada viagem de
motocicleta, realizada quinze anos antes.
A segunda virtude dessa “crônica do selvagem a pé” é sua indignação. Estupor e ira justificadas contra a decadência, que Manoel atribui a quatro novos “cavaleiros do apocalipse”, a saber a “contracultura, a pós-modernidade, a globalização e a destruição ambiental”. Manoel não faz denúncias vazias, sua dor transcende os cenários e os protagonistas da rapina e do pensamento único da mais-valia, pois deplora também a incapacidade dos “sujeitos históricos”, os da década de 1960, de trazerem para mais perto a Utopia – seja porque foram violentamente reprimidos e obliterados da face da Terra (o caso argentino), ou porque décadas depois grande parte dos sobreviventes confundiu-se com as regras do jogo (o alpinismo social, as ligações perigosas, a corrupção) transformando-se nos senhores da banca.
Talvez algumas assertivas soem polêmicas, mas aí estão para suscitar o debate - que o leitor se sinta à vontade para articular sua discordância(Frederico Füllgraf).
Eram os últimos dias de 1969 e, nas
conversas em Lima, discutíamos a herança que recebêramos dos “anos rebeldes”. A
década de 60 se iniciara com um exército murando a liberdade de Berlím, mas
terminara com três astronautas abrindo os caminhos do universo. Naqueles anos o
mundo comovera-se com a mensagem de paz e de amor, na imagem sacrificada de
Martin Luther King, e conhecera o real significado da resistência, na figura
irretocável de Ho Chi Minh. A revolta de Nanterre mobilizara os estudantes do
mundo inteiro e, ao longo do continente, aportávamos em 1970 na crista de uma
poderosa onda libertária, cujas espumas espraiavam o exemplo de Che Guevara. Vivíamos num tempo sem liberalismo e
sem globalização e Cuba surgia como uma alternativa socialista e referência da
luta revolucionária. O mundo era uma alquimia de ideias e a América Latina seu
melhor laboratório. A nova história, no contexto continental, era a de uma só
nação, de um só povo, latino e “indo-americano”
-- na expressão de Mariátegui. A esperança era uma bandeira hasteada no
coração de todos os que ousavam sonhar com uma sociedade justa e fraterna,
fossem eles um guerrilheiro, um intelectual engajado ou integrasse uma
vanguarda estudantil. Nossa ancestralidade cultural – manchada pela violência
colonial e por tantos mártires na memória sangrenta de cinco séculos – era
redescoberta como uma fonte trazendo novas águas para interpretar a história.
Nossos sonhos navegavam no misterioso veleiro do tempo, enfunado pelos ventos
da fé revolucionária, carregado de hinos e canções libertárias, levando a
mãe-terra e as sementes para os deserdados, carregado com as emoções e o
encanto da solidariedade e rumando à sociedade que sonhávamos.
Nós, os poetas, expressávamo-nos
pelos líricos rastros dessa ansiada utopia, cantando as primícias de um novo
mundo e pressentindo as luzes daquele imenso amanhecer. Transitávamos na rota
das estrelas, em busca de um porto no horizonte, em busca de um homem novo, de
uma terra prometida a ser entrevista nos primeiros clarões da madrugada. Havia
uma perseverante certeza no amanhã e muitos caíram lutando com essa crença
tatuada na alma, embora os sobreviventes nunca tenham chegado a contemplar essa
alvorada.
Nos anos 60, ser jovem significava estar comprometido com uma fé, com uma causa social e, naqueles passos da
história, era um desconforto, perante o grupo, não ter um engajamento político
e, pior ainda, ser de “direita”. Na juventude daqueles anos, ser um “reacionário”
era um estigma. Essa era a palavra com que nós, da “esquerda”, desfazíamos
ideologicamente os adversários da “direita” e até os dogmáticos do Partidão,[1] por quem éramos chamados de revisionistas. Por outro
lado, falava-se de um “Poder Jovem”. Mas que “poder jovem” era aquele, maquiado
com a credibilidade das filosofias orientais se esse poder não estivesse
comprometido com o significado social da liberdade e da justiça? A ideologia
marxista não nos permitia confundir os ideais inconsequentes da contracultura
com o ideário daqueles que estavam dispostos a dar a vida pela construção de
uma nova sociedade. Era como se houvesse, na América Latina, duas Mecas para a
juventude: uma em Berkeley e outra em Cuba.
Havana, 1961; Woodstock, 1969
Se a palavra “esquerda”, perante as
benesses do poder, foi perdendo sua
transparência ideológica, é imprescindível não se perder o significado
histórico dessa dicotomia, já que na sua origem, durante a Revolução Francesa,
o clero e a nobreza ficavam à direita do rei e os representantes do povo a sua
esquerda. Passados duzentos e vinte anos, todos sabemos qual o lado que
continua defendendo as causas sociais. Os princípios são intocáveis mas não as
ideias. É razoável, portanto, que possamos resignificá-las redefinindo as cores
de nossa antiga bandeira, assim como reconhecer os equívocos e os defeitos
congênitos da propria “esquerda”.
Os
anos 60, ricos pela geração de novas teses sociais, por filosofias que
apontavam para o progresso das relações humanas, não mostrariam, no gosto
amargo dos frutos, o doce sabor semeado pela esperança. Os grandes
sonhos políticos foram desmobilizados por interesses ideológicos equivocados,
pelo oportunismo eleitoral e pela sedução do poder. Os sonhos alimentados pela
contracultura, inicialmente legitimados pelas postulações contra os males do
capitalismo, perderam-se nas perigosas síndromes da ilusão propiciada pelas
drogas, pelos desencantos da sexualidade e pela posterior dependência de
tecnologias alienantes. Sonhos e esperanças
acabaram desaguando neste inquietante “mar de sargaços” em que se
transformou o mundo, onde navegam os corsários da ambição e da crueldade.
Mas também
havia jovens que não vivenciaram essa sublime
emoção de indignar-se com as injustiças. Naqueles anos, numa outra linha
de reações, uma elitizada coluna de
jovens marchava contra tudo pelo que
lutávamos. Conheci essas sinistras figuras nas ruas de Curitiba. Porta-vozes da alta hierarquia da
Igreja, desfilavam altaneiras, com seus paramentos medievais, nos primeiros
anos da ditadura no Brasil, defendendo o regime militar e os interesses
conservadores da oligarquia que representavam com os estandartes da “Tradição,
Família e Propriedade”. Vi também seus parceiros, no
Chile, liderados por Maximiano Griffin Ríos, em 1969, durante o governo de
Eduardo Frei, portando, nos panos ao vento com o emblema da “Fiducia”, o ódio
social, o ressentimento contra um cristianismo que abraçava as causas populares
e, sobretudo, plantando as sementes da conspiração que derrubaria, com outros
aliados sanguinários, o governo legítimo de Salvador Allende.
A partir da década de 70 a ascensão do capitalismo
financeiro, sob o disfarce de globalização, começou a estender as suas redes e
a ganhar, com armas invencíveis, essa nova e imensa guerra mundial, avançando
com sua voracidade, desterrando os valores humanos, gerando multidões de
excluídos, triturando nossas utopias, transformando
o planeta num supermercado e descaracterizando a própria cultura com atraentes modelos de um
consumismo supérfluo e descartável.
Ainda que haja, no Brasil, muitos jovens “conectados”,
preocupados com a ética, com as fronteiras alarmantes da corrupção, com a redenção
ambiental e com belos projetos comunitários, toda aquela geração foi vítima da
nova ordem social imposta ao longo dos vinte e um anos de ditadura militar,
sendo induzida a “educar-se” pela cartilha da Educação Moral e Cívica, focada
na obediência, passividade, no anti-comunismo e num patrioterismo doentio.
Vítimas de todo um processo subliminar de moldagem comportamental, os jovens
que abdicaram da consciência crítica foram transformados em meros consumidores.
Formam parte da
juventude apressada dos nossos dias, descomprometida com os problemas sociais, imediatista,
avessos à leitura, ou derrotada pelo
vício. Essa é a face trágica de um segmento da juventude contemporânea: jovens
como meras marionetes de um mercado global de ilusões, aculturados pelas novas
midias, homogeneizados desde os primeiros anos para consumir, abdicando quase
sempre da análise dos fatos e do estágio promissor da cidadania.
Os precursores involuntários da
pós-modernidade – leia-se Nietzsche e Heidegger – e os seus mais ilustres ideólogos,
na filosofia e na arte, aliaram-se ao trabalho posterior de demolição comandado
pela globalização. Reagindo aos paradigmas orgulhosos e dogmáticos da ciência mecanicista
do século XIX, os intelectuais niilistas apostaram na reação generalizada da
descrença nos valores humanos, desconstruindo o significado da verdade, da
beleza e da transcendência do humanismo na tradição ocidental; anunciando uma
liberdade sem a noção do dever; desrespeitando os arquétipos da religiosidade;
desqualificando a história; invertendo a estética da arte ao despojá-la da
estesia e do encanto (e se há algum mérito nos exageros da arte moderna é o de
retratar o perfil catastrófico do mundo contemporâneo); retirando a melodia da
música, proclamando a irreverência e ironizando os ideais e o significado da
utopia. Sobre esse termo, tão desfigurado em nossos dias, certa
vez estudantes colombianos fizeram ao celebrado cineasta argentino Fernando
Birri, a seguinte pergunta: Para que
serve a utopia? Ele respondeu que a utopia é como a linha do horizonte,
está sempre a nossa frente e por isso nunca podemos alcançá-la. Se andamos dez,
vinte, cem passos, ela sempre estará adiante de nós. Se a buscamos, ela se
afasta. Para
que serve a utopia? perguntou ele, respondendo: Para fazer-nos caminhar…
Embora quase tudo
tenha sido desconstruído, nossos ideais desterrados e a globalização já não nos
deixe sonhar e nos insinue a esquecer, é imprescindível acreditar que há uma Fênix
entre as cinzas que restaram do mundo pelo qual lutamos. Não abdicamos
da esperança, mas reconhecemos que nosso veleiro soçobrou e que seus restos
foram bater nas praias melancólicas desses anos. Sobrevivemos quais náufragos num mar de ultrajes e
decepções, junto com os destroços das grandes ideologias e com as cruéis
aberrações que envergonharam os nossos sonhos ao vermos o marxismo dogmatizado pelo stalinismo e ao
compreendermos porque murchava a “Primavera de Praga”. Sobrevivemos nas
lágrimas derramadas sobre as páginas d’O
Arquipélago Gulag, no desencanto de
saber a beleza da utopia hegeliana invertida pelo totalitarismo nazista e o
conhecimento científico manchado pela explosão atômica.
A contracultura, a pós-modernidade, a
globalização e a destruição ambiental, são os novos cavaleiros do mundo
apocalíptico que recebemos. Dessas quatro patéticas “figuras”, as três
primeiras causaram efeitos desastrosos sobre a cultura – e lá na região andina,
minha nova escola naqueles anos, a globalização insinuaria o esquecimento da
história e da cultura deparando-se com a luta dos peruanos ante a herança
quéchua e a resistência inquebrantável dos bolivianos pela manutenção da
cultura aymara – e as duas últimas sobre os rumos futuros da
humanidade.
Não herdamos somente a decepção, mas uma
crônica indignação a despeito de qualquer otimismo. Hoje somos, tão somente, seres
comprados nesse grande shopping de negócios e aparências em que se transformou
o mundo, herdeiros impotentes de um sonho, vivendo num mundo alienante,
distópico e devorado pelas fauces da globalização.
Anos 60 -- Que ventura ter sido jovem
naquele tempo! Lá a realidade estava a poucos passos dos ideais.
Século XXI -- Que estranha transição!
Para onde vamos? Sem norte, sem porto, sem um amanhecer! Quanta perplexidade,
quantos pressentimentos! Haverá outro
mundo, melhor e possível? Sem crueldade, estupidez e promessas mentirosas? São
perguntas plurais que pedem respostas plurais. Essa é uma transição sombria
balizada pela desventura e o desencanto. É um tempo de antíteses. Esperamos que
o próprio Tempo, com sua misteriosa
dialética, traga-nos uma regenerada síntese. Nesse impasse restam-nos, contudo,
os territórios invioláveis da imaginação e da esperança e para mim um pouco
mais: a transcendência, e a grata introspecção nessas memórias.
Fotos e ilustrações: divulgação
Um comentário:
Já repeti, ali e acolá, que minha amizade com Manoel de Andrade ultrapassa as fronteiras do trivial e localiza-se no que há de melhor em uma relação fraterna. Para repetir um clichê, afirmo que, mais que um irmão consanguíneo, Maneco é o mano escolhido, selecionado durante a jornada vital.
Mas isso não nos torna irmãos corsos: temos as nossas diferenças de pensamento, adotamos crenças distintas em matéria política e religiosa. O que não nos transforma em inimigos ou adversários, como requer o saudável convívio democrático, que admite positivamente a multiplicidade de opiniões e a boa convivência entre os contrários. E não é bom assim? Chatice seria o consenso absoluto, que não nos permitiria sequer perseguir objetivos vitais e construir utopias.
Na narrativa de Manoel de Andrade, sempre com máximo respeito às ideias que o levaram a formular sua utopia, venero mais o entusiasmo do cavaleiro andante a percorrer as pátrias latino-americanas, em um tempo coberto por sombras e indefinições políticas, como tem sido, desde tempos imemoriais, a história deste continente. Sempre reunido a grupos que se acercavam mais à sua alma de artista sonhador, naquela idade vintaneira: jovens estudantes e expressões culturais de cada local visitado. Muitas dessas expressões eram nascentes, ainda jovens como ele. Cresceram e firmaram conceitos de credibilidade intelectual e não deixaram de lembrar-se do brasileiro que os visitou e, quase sempre, recebia toque de retirada das cornetas governamentais dos países pelos quais passava. Na bolsa da memória do viajante foram acumulados, passo a passo, tesouros de bom relacionamento (com o povo que o recebia, não com os donos eventuais do poder) e de comunhão de utopias, que agora migram para o papel do escritor e poeta.
Passados tantos anos – mais de 40 – Manoel de Andrade fez um natural upgrade em suas utopias (para usar um termo atual, sem qualquer intenção irônica), mas continua em busca de sonhos, para poder continuar o caminho, como define Fernando Bini, citado em seu artigo. Novas buscas na espiritualidade, novos sonhos no campo da justiça social. As velhas utopias — algumas desmanteladas por quedas de muros e pelo desânimo de descobrir que a ambição humana, o apego ao poder e o extremismo da corrupção e da deslealdade não têm cor política, mas estão sempre de tocaia no cérebro límbico do homem, prontas a aflorar à superfície, se as circunstâncias facilitarem – foram remodeladas, mas o escritor de agora permanece leal à alma condutora do jovem errante de ontem.
Já declarei, também, que seu livro, do qual “Nos Rastros da Utopia” é apenas um excerto, será, quando publicado, um marco para a história dos anos 60 em nosso continente. Depois de quatro décadas, confessando perplexidade com esse início de século, Manoel de Andrade pode dizer-se dono de uma certeza: somente os bons carregam à sua frente, continuadamente, as incertezas das utopias. Os maus têm projetos ambiciosos, preferencialmente para o presente ou futuro bem próximo, sem se importar com o que acontecerá para a sociedade que nos é comum. E é nos rumos dessas incertezas que se vão colhendo resultados positivos e se estabelecendo as conexões corretas para ampliar a justiça e a harmonia sociais. Como seu leitor, tenho plena certeza que sua melhor utopia se chama Fraternidade.
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