20 agosto 2016

Frederico Füllgraf - Chile, el país de mi desconcierto



 Miradas de un corresponsal extranjero en la Cordillera de los Andes.


Hace cuatro años vivo en Chile, en donde ya me había desembarcado en dos oportunidades anteriores.

En mi primera visita a su territorio, yo era solo un cabro chico, como dicen los lugareños. Fue adventício y no pude despedirme de mis anfitriones como corresponde. Entre gallos y medianoche tuve que huir a la vecina Argentina para salvar unas treinta latas de película 16mm filmadas clandestinamente, dejando para trás el camarógrafo y el sonidista, que partieron de Chile dos semanas después.
Años antes, mi familia me habia retirado de la línea de tiro en Brasil, para no irme preso por juvenil oposición a la dictadura. Recién había iniciado mis estudios de cine en Berlín Occidental, y sorpresivamente una productora local me contrató para una misión cinematográfica a la vez intrépida y alocada: documentar la resistencia contra la dictadura Pinochet. De las filmaciones resultó la película “Un minuto de sombra no nos enseguecerá”, de la que en 2013 Alemania entregó una copia al gobierno de Chile y que se puede ver en el Museo de la Memoria, en Santiago.
Leí que en 1999, el entonces presidente Ricardo Lagos recibió en La Moneda a Walter Heynowski, ex-director de cine de la ex-RDA, quien se presentó como el presunto “director” del equipo que habría filmado la película. El mitómano Heynowski mintió, y desde entonces persiste en Chile una versión fraudulentasobre los cineastas que efectivamente arriezgaron sus vidas para realizar el premiado documental. He vaticinado que esta impostura histórica pudiese interesar a la opinión pública chilena, y pienso que El Desconcierto sea la plataforma para una oportuna crónica sobre la historia mal contada.

Mi tercer desembarco

En agosto de 2012, con algunos años más en el costado y un nuevo proyecto documental contratado, me desembarco otra vez en Chile.
Aterrizo amedrentado por un imprevisto efecto continuado de aquellas palabras de don Federico Willoughby. El entonces secretario de prensa de  Pinochet, quien debería entregarnos una credencial, no se “compró” la motivación “turística” de nuestra inesperada filmación en un Chile bajo el imperio del toque de queda, de las prisiones y desapariciones, Y me dijo: “¡A ustedes no les creo una sola palabra!”. Exageró Willoughby, pero su intuición no estaba de todo equivocada.
¿Y si 37 años después, el tipo de la DINA en Pudahuel todavía no se jubiló y me reconoce?”, me previne, angustiada, una de mis dos voces interiores. Sin embargo, en el chequeo del pasaporte solo me regalaron sonrisas y nadie hizo preguntas raras.
Así, paso a paso, me interné en el territorio detrás de la Cordillera.
Por motivos que la narrativa dilucidará, me tocó vivir, no en Santiago, sino en el Biobío.
Algunas veces he especulado si este accidente fue un llamamiento, pues me colocó frente a frente con una de las peores atrocidades de la dictadura de Pinochet: la Masacre de Laja.
Mi pasmo no me dió treguas. Desde 2012, la misma empresa forestal, en cuyo patio de Laja empezó la matanza del 18 de septiembre de 1973, es dueña de 140 mil hectáreas  en mi país. Un tercio de esa extensión es un mar de eucaliptos. Miro el mapa y me asalta el vértigo: con sus 600 kilómetros cuadrados, Santiago de Chile cabe dos veces dentro del territorio brasileño de la familia Matte.
Lecciones de cartografía
Mapas me fascinan, mapas me persiguen.
En Brasil, mi padre dirigía una editorial cartográfica. Yo crecí paseando el dedo indicador por geografías inusitadas y respirando tinta de impresión de mapas.
Por eso, luego de alquilar una casa en el Biobio, fui a comprarme un mapa de Chile, que colgué en la pared detrás de mi escritorio.
Pero mi padre también editaba tarjetas postales. Ocurre que hasta el final de los años 1950, los turistas solo podían recordar sus viajes a Brasil en blanco y negro. Era una tremenda lata! Tenían que explicar a sus entes queridos que el mar no era azul, sino verde, porque reflejaba el bosque atlántico. Cosas así.
Entonces mi padre, que era un hombre religioso de ocasión, tuvo una idea al apropiarse de una licencia poetica. Pensó: “En el principio existia la postal, solo despues estaba el turista”. Acto seguido importó imprentas modernas y creó la marca “Paraná-Card”. Debería haber ingresado a la Historia como el pionero de las tarjetas postales en colores, pero no se atrevió a patentear su invento. y sus socios mayoritarios lo robaron. Murió sin glorias y mi madre tuvo que luchar en tribunales contra derechos autorales usurpados.
A mi el presunto naturalismo de la mayoría de las tarjetas postales me da enfado. Prefiero dejarme seducir por lo insólito, lo que me provoca algún desasosiego.
No me recuerdo si fue John Steinbeck quien dijo, “¡que país raro, Chile se parece a una serpiente!”. Alli estaba una alegoría desconcertante, sobretodo si uno tiene presente que lo más peligroso de una culebra es su cabeza.


Cuanto más contemplaba mi mapa, más me asombraba la analogia de Steinbeck. Es que la cabeza del mapa chileno se llama Atacama. ¿Eso pudiese significar que la víbora se comió la salida al mar de los bolivianos? ¿Qué le hicieron a Cobija, el puerto solemnemente inaugurado por Simón Bolivar? He un blank spot on the map que insistirá obstinadamente en mi futura misión de corresponsal extranjero en Chile.

Notas sobre el mar de techos de lata

Otro desbarajuste me asaltó el día que por primera vez me bajé del bus en el puerto de San Antonio.
Me detuve contemplando los cerros que se desbarrancan en el océano. Después, leyendo sobre la historia geologica deste pedazo de mundo, entonces entendí que en el fondo Chile es la terraza de Sudamérica sobre el Pacífico. Un mirador angosto y deveras tambaleante, ubicado sobre la línea de roces entre dos gigantescas placas tectónicas, que a veces hacen bailar a mi cama.
Pero uno se va acostumbrando, dicen mis vecinos; ellos sí, ¡yo jamás!
Sin embargo, había algo más perturbador en el paisaje san antoniense. Me dije: ¡cómo son feas y tristes las ciudades de Chile!
A excepción de las casas del “Chile Lindo” – aquel grupo del 1 por ciento, dueño del país –  las demás se parecen a  ciudades escenograficas de películas farwest en el polvoriento Arizona, y no sería exagerado compararlas a los refugios de prisioneros del régimen sovietico en el circulo polar artico.
Son edificaciones mal acabadas, con techos de chapas de yerro corrugado, debajo de las que sus habitantes son asados vivos en verano y se congelan en invierno.
El yerro corrugado y galvanizado fue inventado en 1820 por Henry Robinson Palmer, entonces arquitecto de la compañía de docas de Londres. Era una solución barata para sustituir a la madera y fue rapidamente diseminada a los cuatro vientos del imperio británico; de America de Norte a Nueva Zelanda, de Australia a Índia, alcanzando America del Sur a mediados del siglo 19.
Claro que los terremotos explican en parte la fealdad de las urbes chilenas. Tres cataclismos seguidos no dejaron piedra sobre piedra de la hermosa Chillán en estilo iberico. Sin embargo, un día valdría la pena investigar, cual son los principios esteticos y de preservación de la memoria cultural que rigen o inexisten en el psiquismo de las llamadas élites sudamericanas.

Y se hace invierno otra vez..

La verdad es que la mudanza de la orilla del Atlántico a la ribera del Pacífico puso patas arriba a mi mundo.
Los amantes de la buena música recordarán el marcante compás sazonal de una canción llamada “Águas de março”, en la que, con su poesía y ritmo, Tom Jobim celebraba el fin de las lluvias de verano. Pero ¡en Chile llueve durante todo el insano invierno!
En estas latitudes, el frio es un espíritu errante de los Andes, con una lengua de lagarto empapada y álgida, que comienza lamiendo tus pies, sube por tus piernas y te congela el pensamiento.
Hacía muchos años que no usaba dos pares de medias en los zapatos y calzoncillos para hombres; estos pegados a la piel, que no dejan mentir la silueta del cuerpo. Me miré en el espejo y me parecía ridículo como el personaje de los Dos Chiflados, al que se le robaron los pantalones.
En durísimo contraste, el verano es un programa al revés. Son seis meses de angustiante sequía. Desaparecen los pastos verdes, todo es una alfombra amarilla de hierba calcinada. Por primera vez, desde que en 2006 estuve en el desierto de Namib, en Africa Austral, también en Chile la sequedad del aire me hizo sangrar la nariz.
Pero todavía no sé, qué es que me asombra más: si el desierto, que avanza al ritmo de un kilómetro por año hacia Santiago – y desde los cultivos de las forestales sobre los campos sembrados con comida – o si la falta de oxígeno en las noches de invierno, cuando centenares de miles de estufas a leña asesinan el cielo sobre la Cordillera.
Alarma: algunas viñas del Valle Central huyen al sur debido a la desertificación y el cambio climatico.

Noticia del fin de los tiempos: sin embargo, las empresas forestales piden más tierras para sus monocultivos. ¿El ministro del Medio Ambiente tiene conciencia de la catástrofe programada?

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Chile, el país de mi desconcierto | El Desconcierto

Frederico Füllgraf - A biblioteca de Shishmaref




Conto


Manhã gélida de inverno precoce de início de maio, o sol abduzido em plena curva ascendente, e apagada a metade dos seus raios. 

Recortados contra o céu de chumbo, pendurado opressivamente sobre a praia tropical, alguns coqueiros confundiam-se com o negativo de uma dentadura falhada. Encalhado na arrebentação o que lembraria um monólito de gelo cinza-fosco, dissolvia-se ao toque das ondas mansas, alcançando a praia como escultura inacabada.

Na base do objeto insólito jazia um pinguim morto, com a expressão do terror congelada em suas pupilas azuis de gelatina murcha. Sua cabeça descansava sobre uma tábua de madeira profundamente fincada no gelo sujo. Deste, saltava papelão encharcado, o resto da capa de um caderno, lavada pela maré salgada.

A cada porção de gelo cavada à mão, mais papel. Agora, livros. Vários. A única tábua e os livros insinuavam restos de um sistema, talvez uma estante, arrancada à força de sua posição. 

Uma página esgarçada de um livro sem capa relatava a fuga de Bernard Marx para a reserva dos “selvagens” – Huxley ? Mais ao fundo da tábua, um mapa rasgado nas dobras, com uma geografia lavada, inútil, e uma lata enferrujada de tabaco Half & Half.

No meio do escolho escondia-se uma foto em preto e branco, corrugada, de um grupo de caçadores. Estavam a bordo de uma canoa e empunhavam lanças muito compridas, de três metros aproximadamente. O resto da cena, o alvo da caça, desafiou minha imaginação, a foto estava rasgada ao meio.

Naquele 18 de março, estava rabiscado numa das primeiras páginas do caderno, algo tenebroso acontecera em Shishmaref, praia ancestral do povo do Alaska. O gelo desaparecera, deixando à vista a água do mar. Ninguém recordava um fenômeno assim insólito. Normalmente, o gelo costumava despedir-se somente n´ ... - palavra impronunciável, mas traduzida ao Inglês como “a lua do sétimo mês, quando os pássaros cuidam de seus recém-nascidos”. 

De repente, gritos. Alguns velhos e mulheres lembraram-se: mais de dez caçadores tinham avançado sobre o mar, deslocando-se sobre o gelo marinho. Um helicóptero de salvamento decolara à procura dos homens. O desfecho hilariante: até o momento de seu resgate, os extraviados não sabiam que estavam flutuando sobre uma enorme plataforma de gelo descolada da ilha, rodopiando mar adentro, rumo ao centro do pólo. “Você não pode afirmar que está se movendo, quando o mundo inteiro ao seu redor está à deriva”, um dos sobreviventes comentara ao autor do diário.


Deriva.

Em 1912, o Endurance de Sir Ernest Shackleton encalha no Mar de Weddel, faz água e começa a adernar. Com toda a tripulação e carga já a salvo, Frank Hurley, o australiano que fotografava e filmava a expedição, lembra-se, petrificado de frio e angústia, das dezenas de chapas fotográficas e latas de negativo em 35 mm esquecidas a bordo. Desobedece a ordem de esquecê-las de vez, mas regressa das entranhas do barco, quando a proa, empinada contra o céu noturno, já mirava a Ursa Maior e metade de seu casco já estava engolfada. 



A câmera registra o desastre até os últimos momentos do Endurance. Apesar de mudas, pelas emendas das imagens de 1912 ainda vazam os uivos e mugidos pavorosos da madeira, triturada pelos dentes afiados do gelo. Resignados, à noite os náufragos armam suas barracas e atam seus barcos de salvamento às estacas fincadas sobre o gelo, que acreditam profundo. Só ao amanhecer percebem que seu mundo é um imenso território à deriva, flutuando no mar rumo ao desconhecido. Os diários não o confirmam, mas é verdade que choraram sobre seus trenós inúteis, depois de terem devorado seus quarenta cães de tração. 

Mas essa é outra estória, a da obsessão pela conquista do gelo na parte debaixo do planeta.

Encharcadas, as folhas do diário apócrifo dissolviam-se entre os dedos. Na tentativa de secá-las ao vento, várias delas se perderam, rasgando ou esvoaçando de volta ao mar encrespado. Contudo, o que restava do relato interrompido por borrões e brancos, encaixava-se fragmentariamente, dando sentido ao registro de 18 de março. 

Com o aparelho de rádio-comunicação e a garrafa térmica a seus pés, Akuvaak, que também era conhecido por Oliver Leavitt, amanhecera sentado sobre um longo trenó de madeira. Pregados nos movimentos do mar à sua frente, seus olhos marejados de vento afiado acompanhavam a arrastada deriva de uma vasta bancada de gelo sobre a superfície alisada do oceano. O nativo advertira que aquele era gelo fino demais, caso se aproximasse, em menos de cinco minutos teriam que dar o fora dali. Correram por suas vidas. Cerca de um quilômetro da barra, mão trêmula, esbaforido, o autor registrara: “aproximando-se lentamente, a barreira de gelo vinda do mar chocou-se contra a costa da ilha, também de gelo, e a terrível colisão tinha o contorno de um imenso terremoto, formando montanhas. Não é tudo o que vi, pois ajoelhei, as mãos entrelaçadas para uma prece, porque pensei que era o fim do mundo”. Na continuação, uma frase mencionava uma casa (tombada? desmoronada?), mas estava borrada.

Procurei distrair-me com o que fora o volume de um livro, tornado tijolo macilento, pegajoso, com frases embaralhadas, palavras com banguelas de letras, deslizando pelas bordas, caindo no mar: “E isso não se deve a nada que possa ser ouvido, ou visto, ou tocado, mas sua causa é algo puramente imaginário. O lugar não é bom para a imaginação e não aporta sonhos tranquilizadores durante a noite”... – advertência tenebrosa, familiar como o indigesto Lovecraft, lembrança que atualizei nas raízes dos coqueiros. 

Os coqueiros eram tentáculos negros e calosos de polvos aflitos penetrando e agarrando-se ao que restava da terra. Dentes sem gengiva, mundo descarnado, tentando se equilibrar sobre o precipício líquido. Senti-me tolo, ridículo, tive vontade de rir, e ri com medo: aquela biblioteca marinha parecia dialogar com as razões do meu retorno àquela praia.

Poucos meses atrás, as generosas e sinuosas ancas do corpo nu de M. lagarteavam ao sol por aqui, esparramadas como duna entre as dunas, sulcadas por um delta de vênus arbustivo, com fendas escurecidas e úmidas, perfumadas de maresia, nas quais me lambuzei. Depois, como é sabido, o mar invadiu a geografia e minha lembrança, ameaçando as terras baixas de Bangladesh ao Delta do Nilo, devorando areia, ferindo a paisagem, vomitando sobre os cartões postais de Kiribati, Vanuatu, Lohachara, Suparibhanga e Ghoramara, agora debaixo das águas.



Duas horas foi o tempo que a brisa encharcada de névoa pútrida, sulfurosa, levou para secar algumas folhas isoladas de uma espécie de diário-de-campo. Pareciam anotações etnográficas, com referencias algo saudosistas a um lugar, onde as coisas tinham sido feitas ao modo, antigo, sem perturbações. Pareceu-me evidente que o lugar não era deste mundo, tropical, mas não teimei em decifrar o mapa desbotado, porque essa disposição de textos não era acidental. Sua intenção era irônica, dialogava com minha paisagem e meus espantos. Algo universal também o personagem central da narrativa, um tal de Angatqaq, xamã cuja percepção do universo dizia de forças supernaturais hostis aos seres humanos.

Retomando a seriedade respeitosa, o autor recordava madrugadas mágicas, cujo silêncio era entrecortado pela cadência de tambores de Angatqaq. No diário jura tê-lo visto conversar com uma beluga, que respondera assobiando das profundezas do oceano, maravilhando o povo reunido. E a apavorante dança do urso branco? Um espetáculo de transmutação! Os enormes dentes afiados como estiletes e as garras que durante o ritual nasciam da boca e das unhas do feiticeiro, aterrorizava os presentes, fazendo-os debandar. Algo deleitado, o narrador anotara entre parênteses, que o “terror” infundado pelo bruxo era intencional. Conhecedor da rapinante alma humana, suas incorporações, espécie de “Ética do sobrenatural”, visavam delimitar rigorosamente o número de animais abatidos, assegurando o equilíbrio. Visionário, o bruxo advertira para o perigo das doenças, que poderiam ter duas causas: a perda da alma de uma pessoa, ou a “intrusão de um objeto estranho” – o povo reunido na gargi o acompanhara silente e apavorado. O velho pregara a doutrina do “corpo fechado”, dissera ter cruzado com almas vagabundas, que saltavam do corpo de um infeliz, saíam a passear e eram desviadas de seu curso por entidades mal-intencionadas. 

No verso do papel laminado do maço de cigarros anotei a lindíssima imagem que o velho bruxo esboçara para o conceito de memória: “caixa de ferramentas para a coleta de tesouros”.

Acendi o ultimo cigarro do maço e olhei em torno. Sentia-me devastado, personagem da Tempestade, desterrado em paisagem de traição, ali, abandonado pelo anjo maluco Ariel.

Ao final da tarde, as últimas folhas do diário não estavam completamente secas, mas manuseáveis. Consegui traduzir que em 1890 teriam desembarcado alguns homens desconhecidos na costa; carregando cruzes. Eram brancos, sorriram muito e distribuíram folhetos com desenhos. Reuniram o povo na gargi - a praça, de onde mandaram banir as carrancas dos animais abatidos e adorados - e ergueram uma mesa de pernas altas, que chamaram de altar. Um dos folhetos causara espanto e seduzira o povo, que foi logo ter com Angatqaq e dizer-lhe que Assembly of God era um nome muito mais bonito para a gargi. 

E então coisas estranhas começaram a ocorrer. Primeiro, o feiticeiro fora impedido de invocar o espírito dos animais. Em seu lugar, um sacerdote branco imprecava agora a um deus ausente e pedia bênçãos para uma caça farta. E um enorme número de animais fora abatido; não pelos nativos, mas pelos caçadores brancos, que tinham ocupado as últimas fileiras da capela improvisada; todos com o mesmo livro nas mãos. Cavalgavam enormes barcos a motor, armados com uma máquina lançadora de flechas, que chamavam de arpão. A caça começou a escassear, como previra Angatqaq.

Abandonado, o feiticeiro intuíra o fim de seus tempos e retirara-se para uma enseada distante. Convertida a maioria dos nativos, caíram as ultimas árvores, os animais foram abatidos no período sagrado da resguarda e os aparelhos de TV ensinaram a comer alimentos de preparo rápido, embalados em papel, plástico e vidro, que logo encheram o supermercado e o consultório do médico com doentes - o supermercado e o consultório médico instalados ao lado da nova igreja, acrescenta o diário, limitando-se ao factual com fina ironia. 

Da enseada divisei a ruína do farol, já parcialmente engolfado pelo mar e achei engraçado que o cenário evocava Hypatia. Filha de Téon, o último guardião da biblioteca e, além de mulher isolada por machos e cristãos, filósofa pagã. 

Imaginei-a em Alexandria, caminhando sobre os paralelepípedos geométricos em manhã ensolarada, tomando o rumo da Biblioteca; muito bela, os pensamentos acossados por uma equação celeste. De repente, vindos do nada, saltam sobre ela quatro, cinco, seis? sequazes encapuzados, sacam de suas adagas e a esfaqueiam até a morte. Depois os monges assassinos do bispo Cirilo arrastam-na até a catacumba de uma capela, babam de desejo sobre seu corpo ainda quente, cortam-no em pedaços e lançam-no às chamas.

“Alma seqüestrada”, diria Angatqaq, brutalmente desviada de seu caminho, antes mesmo que pudesse advertir no céu, cujo mapa decifrava melhor que uma quiromante a palma da mão.

Engraçado lembrar-me de Hypatia neste contexto! E curiosa essa triangulação casual entre personagens aparentemente tão desvinculados no tempo e no espaço, como Próspero, Angatqaq e Hypatia.

Quem sabe a astrônoma, o desterrado e o feiticeiro eram bibliotecas vivas em extinção


Fotos: ilustração