11 janeiro 2012

Alfons Hug - La Bienal del Fín del Mundo

Fotos: divulgação; Gianfranco Foschino; Liliana Giordano 

Sobre el tiempo, el clima y el arte en la segunda edición de la Bienal del Fin del Mundo. Antes el tiempo era simplemente tiempo. El cambio climático ha transformado el tiempo en intemperie.


“Lluvia y más lluvia, ayer sin cesar, y ahora mismo vuelve a empezar. Mirando en línea recta ante sí, uno diría: va a nevar. Pero esta noche me ha despertado un rayo de luna sobre la hilera de libros en un ángulo de la habitación; una mancha que no iluminaba pero que cubría de un blanco de aluminio el lugar donde se reflejaba. Y la habitación estaba llena de fría noche hasta en sus últimos rincones. En cambio la mañana clara. Por doquier un viento este, que en líneas desplegadas penetra la ciudad, por lo espaciosa que la encuentra. Enfrente, al oeste, empujados, impelidos por el viento, archipiélagos de nubes, grupos de islas, grises como las plumas del cuello y el pecho de aves marinas en un océano de frío azul incipiente, de una felicidad demasiado remota” (Rainer Maria Rilke, Cartas sobre Cézanne, 1907)


De cuando el tiempo aún no era el clima

En el pasado el tiempo era simplemente tiempo. Olía a heno seco y a la goma húmeda de las botas. Al común de los hombres y a los artistas se les revelaba en forma de una pintoresca puesta de sol o de sublime nieve acumulada. En una reunión con extraños el tiempo facilitaba el comienzo informal de una charla, y en caso de impuntualidad servía de disculpa amable: es que la lluvia…
El tiempo era una especie de segunda piel para los hombres, y a pesar de las inclemencias meteorológicas ocasionales, uno se sentía parte de un orden mayor dentro de la naturaleza.

Sin embargo, ahora el tiempo es clima, una entidad física anónima, de amedrentadora naturaleza, capaz de desatar una catástrofe en cualquier momento. En el griego antiguo, la palabra significaba “inclinación”. El cambio climático ha transformado el tiempo en intemperie. El clima es tiempo falto de poesía y estética. A diferencia del tiempo, el clima carece de aura, esa “trama singular de espacio y tiempo” (W. Benjamin).

Lo que en el pasado era un bien común, hoy pertenece al terreno de los ingenieros, los científicos e incluso los políticos. El mortal común, aquel que aún sabía disfrutar de la frescura del rocío y el alivio de una brisa suave durante un paseo por el parque, hoy experimenta el tiempo como una confusa mezcla de CO2, CFC y partículas de hollín. Ha de ser meteorólogo para pronosticar las precipitaciones inminentes, agricultor para sopesar el rendimiento de energía derivado de la colza y la caña de azúcar, mecánico automotor para asegurar un uso correcto del biodiésel, economista para encauzar el torrente de mercancías que circula por el mundo, zoólogo para garantizar la preservación de la especie de osos polares, y a la postre también soldado, para estar en pie de guerra en la lucha por las materias primas.

Un investigador que quisiera visitar el Polo Norte durante el verano ártico tendría que cubrir los últimos kilómetros a nado. Cuando en agosto pasado un rompehielos descubrió mar abierto en el polo, hasta los científicos quedaron estupefactos.

Cien años después de la ópera futurista Victoria sobre el Sol, para la cual Kasimir Malevich creó un escenario con el “cuadrado negro” que marcó historia, debemos temer la victoria del Sol sobre su pequeño planeta: la Tierra. Mientras la vanguardia rusa veía en el icono moderno de Malevich un campo energético inagotable, que daría comienzo a la transformación del mundo a través de un progreso técnico ilimitado, nosotros, ahora, parecemos estar yendo en dirección a un abismo.

El cielo y la antigua idea de una perfección divina, así como se manifestaban en la era de un tiempo preclimático, y como se revelan en el romanticismo alemán, han retrocedido frente a la imagen satelital y Google Earth. Incluso los turistas que exploran la Antártida y Groenlandia hace rato que han dejado atrás la búsqueda de experiencias extremas para considerarse testigos consternados del cambio climático.

Las cualidades metafísicas y simbólicas del tiempo, empero, no son susceptibles de ser abarcadas en diagramas y recuentos estadísticos.

El discurso sobre el clima es apocalíptico, categórico y no admite réplica. Cada nuevo informe meteorológico es una última advertencia y sumerge a prácticamente todos los habitantes de la Tierra en una profunda culpa: tanto al caboclo del Amazonas dedicado al desmonte por quema como al automovilista europeo, al ganadero de la India o al excavador de pozos de petróleo en el Golfo Pérsico. El clima ha adquirido estatus de guerra. Se manifiesta como un Dios vengativo que se dispone a exterminar todo lo que quede vivo. Ahí la ética es una materia prima que se trata como el petróleo o la soja.

Es así que llega por un lado el turno de los ecologistas, que predican en pos de la abstención del consumo y la reeducación, y por el otro el de los ingenieros, que creen tener prevista una solución para cada problema, se trate de molinos eólicos, colectores solares, motores de combustión interna más eficientes o maíz manipulado genéticamente.

Entretanto se pasa por alto que las transformaciones climáticas, no importa si las causa el hombre o la misma naturaleza, conllevan siempre transformaciones de la cultura. Con el clima se transforma nuestra actitud hacia nosotros mismos y nuestros semejantes. El cuerpo y los sentidos se ven expuestos a nuevas experiencias.

En su relato Bajo el sol, escrito en Ibiza en 1932, Walter Benjamin describe el calor ardiente del mediodía en la isla mediterránea de la siguiente manera:

“El caminante ya está demasiado cansado como para detenerse y, mientras pierde el control sobre sus pies, descubre cómo su fantasía lo ha abandonado. El sol pega abrasador sobre sus espaldas. La resina y el tomillo vician el aire en el que él, en un intento de tomarlo, cree sofocarse”.

En la imagen de la Arcadia de Benjamín, el caminante ya no ve, sólo siente. A la heliofilia le sucede el golpe de calor.

El calor obliga, incluso, a modificar su paso acompasado e implacable al tiempo, que transcurre mucho más desapercibido, espeso, menos conmensurable.

Las gotas de sudor sobre la piel de la bailarina de samba brasileña anticipan lo que le espera al mundo de cara al cambio climático: trópicos que avanzan incontenibles con languidez voraz y sensualidad desbordante.

Lejos está de nosotros contradecir el cambio climático o menospreciar el esfuerzo de los técnicos. Sin embargo, un tratamiento estético del tiempo y el paisaje tal como lo proponemos tal vez pueda contribuir mejor a la preservación de éstos que un proceder meramente científico.

Los fenómenos climáticos, cada vez más mediatizados y burocratizados, se han de volver a “culturalizar” midiendo la temperatura estética de un nuevo estado de ánimo. En lugar de análisis insensibles, lo que se requiere en estos tiempos afanados infatigablemente en erradicar la poesía de la capa de la Tierra es una erótica del trato con la naturaleza.

El clima es una invención de la gran ciudad moderna y sus dispositivos de investigación. En la noción de tiempo, por el contrario, también se hace eco siempre la de paisaje. Nadie ha descrito mejor esta sutil interacción como el romántico Adalbert Stifter, pues sus relatos despiertan asociaciones visuales al respecto:

“Aquel día un calor inusual habitaba las rocas. El sol no había terminado de salir en todo el día y sin embargo hasta tal punto había penetrado el velo opaco que cubría el cielo entero, que en todo momento uno alcanzaba a ver su imagen pálida, una luz inmaterial, a la que ninguna sombra se plegaba, rodeaba cada objeto sobre el terreno rocoso, las hojas de los pocos arbustos perceptibles colgaban como desvanecidas; pues aun cuando apenas medio rayo de sol penetraba el manto de niebla alrededor de la cúpula, era un calor como si tres soles se reunieran en el cielo despejado del trópico, y ardieran juntos los tres sobre la tierra” (Adalbert Stifter, Kalkstein [Piedra caliza], 1851).

Mientras el clima es susceptible de transformaciones caprichosas, auténticas catástrofes, desde una mirada filosófica el tiempo supone una categoría estable, atemporal. En las lenguas latinas, en el “tempo” del portugués o el “tiempo” del español, el tiempo en sentido cronológico y la atmósfera, esto es la luz del sol o la lluvia, se han adentrado incluso en una feliz simbiosis. La pregunta por el tiempo atmosférico aquí siempre lleva implícita una idea del tiempo cronológico. El alemán o el inglés, en cambio, distinguen entre “Zeit”/ “time” y “Wetter”/ “weather”. Este último proviene del protogermánico: “veter”/ “viento”. 

“El tiempo ahora, que yo estoy mirando el reloj: ¿Qué es este ahora? Ahora, que yo lo hago, ahora, que tal vez aquí la luz se apague. ¿Qué es el ahora? ¿Yo dispongo del ahora? ¿Soy yo el ahora? ¿Todo otro es el ahora? Entonces el tiempo sería yo mismo, y todo otro sería el tiempo. Y en nuestro estar juntos nosotros seríamos el tiempo – ninguno y cada uno. ¿Soy yo el ahora, o soy apenas aquel que lo dice? ¿Con o sin un reloj explícito? Ahora, de mañana, a la tarde, esta noche, hoy. Aquí nos enfrentamos con un reloj que desde siempre se apropió de la existencia humana, el reloj natural del cambio del día y de la noche” (Martin Heidegger, El concepto del tiempo, 1924).

En Cosmos (1845), la obra de Alexander von Humboldt, el tiempo aparecía ligado a la temperatura, la humedad y la presión atmosférica, pero también a “la claridad y serenidad del cielo, que no sólo es importante para la mejor radiación calórica del suelo, la evolución orgánica de las especies vegetales y la maduración de los frutos, sino también para las emociones y todo el estado anímico de los hombres”.


El tiempo como terreno de los artistas

No ha de extrañar que el tiempo, no así el clima, haya inspirado a poetas y artistas desde antaño, pues el tiempo es ánimo y espiritualidad.

En todas las épocas, fenómenos naturales como el sol, la lluvia, el calor, la nieve, el hielo, la sequía y las inundaciones han jugado un rol en la representación plástica, tanto en las grandes civilizaciones como en las llamadas sociedades primitivas. Sólo recordemos el culto del sol practicado por los incas en el Perú, el dios de la lluvia y del viento de los aztecas o las estatuas de los baule del África occidental que conjuran la llegada de la lluvia. En una figura de terracota de la India del siglo V, Ganga, la diosa del río, simboliza la fertilidad y la abundancia, y en una miniatura del siglo XVIII Krishna devora un incendio forestal. Las esculturas mumuye nigerianas fueron utilizadas como médium por los sacerdotes hacedores de lluvia en actos ceremoniales. Asimismo, los ritos de fertilidad, que jugaban un importante papel en muchas culturas premodernas, estaban estrechamente relacionados con las manifestaciones cambiantes del clima.

El tiempo insufla vida a Las cuatro estaciones de Vivaldi y está presente en La cascada de Paulo Afonso de Frans Post y en Mañana invernal de Antônio Parreiras. Está entronizado en el sublime azul celeste de los paisajes de Río de Janeiro de Fachinetti y en la espectacular puesta de sol que Claude Lévi-Strauss presenció durante su travesía del Atlántico en la línea ecuatorial. Y cuando Cézanne se encontraba “sur le motiv”, como solía llamar su estilo de trabajo, pintando aquel Pino grande sacudido por el viento (1892) o una naturaleza muerta con manzanas, el tiempo nunca estaba demasiado lejos.

El tiempo es el protagonista en el Chimborazo de Frederic Edwin Church y en el cuadro de Caspar David Friedrich del mar de hielo, que es un paisaje más simbólico que real. Ya que Friedrich había llamado a los artistas a pintar no sólo lo que veían ante sí, sino también lo que veían dentro de sí. 

En todos estos casos no estamos ante un análisis científico, sino ante una propuesta estética que llama nuestra atención sobre la interdependencia de la naturaleza y la actividad humana en una forma que se puede experimentar con los sentidos. La masa crítica del arte es apropiada para iniciar procesos de toma de conciencia en los espectadores.


La muerte de la luz

“Lejos en las afueras, allí por donde corre el río, una densa y larga línea de niebla se extendía, también en el horizonte sureste se deslizaban huraños temibles fardos de niebla y nubes, y partes enteras de la ciudad se hundían en la bruma. El lugar del sol lo ocupaban velos extremadamente débiles, también éstos dejaban entrever enormes islas celestes”.

Y continúa: “Pues al igual que la última llama de un pabilo a punto de extinguirse se desvanecía también el último haz de sol, probablemente por la quebrada estrecha entre dos picos de luna: y luego un silencio sepulcral, era el momento en que Dios hablaba y los hombres escuchaban”.

En esta “reproducción” del eclipse de sol de 1842 en Austria cada palabra adquiere una profundidad simbólica. Con ello Adalbert Stifter no habla solamente de un fenómeno de la naturaleza sino también del eclipse del espíritu y el corazón. Enfriamiento, decoloración, esfumación y silencio sepulcral son categorías con las que también nos encontramos en el campo del arte contemporáneo.

No obstante, los artistas suelen preferir las medias luces, la luz crepuscular y la gama de grises, pues no delatan la altura del sol. El arte, sobre todo la fotografía, bien sabe distinguirse de las furiosas orgías de luz y diseño de las grandes ciudades. Cuanto más se apaga la luz interior, el hombre más necesita de la fuerza de fuentes lumínicas exteriores. También el color se vuelve un sucedáneo de la luz. 

Es probable que una luz resplandeciente y un cielo azul le calcen como anillo al dedo al fotógrafo amateur; para el artista de la fotografía, empero, son ingredientes venenosos. Un cielo cubierto laminado en gris y sin rastro de sombras permite que se destaquen mejor los paisajes, ya sean los impresionantes macizos montañosos en la Patagonia chilena, ya sea la Península Antártica. Nubes espesas, de un azul grisáceo, se reflejan en las rocas que se yerguen verticales en las Torres del Paine y crean una atmósfera de absoluta melancolía y nostalgia. Aquí el paisaje y el tiempo se funden el uno en el otro dando una idea de distancia, sin la cual la poesía no sería posible.


Ushuaia, ¿una bienal artística en el fin del mundo?

Una exposición en el fin del mundo como la que tuvo lugar del 23 de abril al 24 de mayo de 2009 no puede menos que contemplar dos aspectos fundamentales: por un lado, la ubicación geográfica extrema, es decir, el claro distanciamiento del resto del mundo; por el otro, las vicisitudes de la historia del lugar. Ushuaia, la ciudad más austral del mundo, se encuentra en el extremo de América del Sur, allí donde el continente se afina en forma de cuña y avanza cautelosamente hacia la Antártida. Cuando allí sopla el viento sur, se puede sentir a flor de piel el hálito gélido del séptimo continente. A la excéntrica ubicación de Tierra del Fuego también se debe que gran parte de la naturaleza y el medio ambiente permanezcan vírgenes.

Ese aislamiento representa a su vez un bienvenido correctivo del “circo mediático” de la escena artística metropolitana, a cuyo exhibicionismo y agitación postiza Ushuaia opone una saludable discreción. El fin del mundo encara la fiebre especulativa reinante con introspección; el “fake”, con aura. En completa ausencia de los corsés del mercado, en Ushuaia es posible retrotraerse a la sutileza del arte.

Ya el legendario perito Francisco Pascacio Moreno, que exploró la Patagonia a fines del siglo XIX, había sucumbido a los encantos de la región: 

“Las olas parecían inflamadas y los grandes cetáceos que cruzaban rápidos las aguas del buque o seguían su estela luminosa, bañados en fósforo líquido, se nos presentaban a la imaginación como fantásticos monstruos con melenas de fuego, entre los cuales se deslizaba la goleta, levantando con la proa una verdadera lluvia de diamantes”.





Los onas y los yámanas

Tierra del Fuego es una de las regiones más tardíamente pobladas por el hombre. Los indígenas llegaron recién hace diez mil años al extremo sur de Sudamérica. Durante fines del siglo XIX y principios del XX, los onas y los yámanas fueron exterminados en uno de los peores genocidios de la Historia. En este sentido, Ushuaia constituye una parábola del sangriento ascenso de la civilización europea fuera de Europa, que fue acompañado por la decadencia de la cultura indígena.

Ya antes de la llegada de los europeos en el siglo XVI, Tierra del Fuego era el centro de innumerables leyendas. Allí vivían los antípodas, que tenían dieciséis dedos; allí, los árboles crecían hacia abajo y la lluvia caía hacia arriba. Todavía a comienzos del siglo XVIII, Tierra del Fuego seguía siendo en los mapamundis una región que se extendía infinitamente hacia el Sur. El grupo de islas le debe su nombre al navegante Fernando de Magallanes, que divisó allí la presencia de hogueras.

En tiempos de crisis como los actuales, es valioso resaltar la escasez de medios materiales con los que se las arreglaban los habitantes de Tierra del Fuego. Sus efectos personales no superaban la decena: el arco y la flecha, el arpón, el cesto, una herramienta para hacer fuego y algunos collares sencillos. Don Quijote fue el único en poseer menos cosas cuando, con su escudo, su armadura y su lanza, partió hacia la aventura en La Mancha. Esta frugalidad se condice perfectamente con el hecho de que, a pesar de tener más de 32.000 palabras, el vocabulario yámana sólo poseía un rudimentario sistema numérico. Al uno, el dos y el tres, les seguía una mano y dos manos; el cuatro y el seis faltaban por completo.

En lo que respecta a sus moradas, los onas tenían resguardos sencillos contra el viento, hechos de pieles de animales; en cuanto a su vestimenta, vivían semidesnudos, incluso en invierno. Mientras cazaban, dormían sobre la nieve con un trozo de carne helada como almohada.

Los habitantes de Tierra del Fuego pusieron a prueba de modo sistemático los límites de la supervivencia y del mínimo absoluto de subsistencia. Incluso los inuit, o esquimales, de Groenlandia tenían un estándar de vida más alto.

Este grado cero de la vida humana es un buen punto de partida para el arte, que rompe con la concepción común del tiempo y el progreso como algo lineal; con frecuencia, el artista contemporáneo sólo es alguien que, llegando tarde, reelabora materiales antiquísimos.

El arte es una máquina del tiempo, tan familiar con el pasado remoto como con la contemporaneidad. Una de las paradojas del arte consiste en que lo más viejo y lo más nuevo se encuentran inesperadamente cerca. 


Versión abreviada de un texto escrito por el curador de la Bienal del Fin del Mundo.
Alfons Hug dirige la sede del Instituto Goethe de Río de Janeiro. En 2002 y en 2004 dirigió la Bienal de São Paulo. En 2008 tuvo a su cargo la concepción de la exposición internacional itinerante “Los trópicos” y en 2009 ha sido curador de la Bienal del Fin del Mundo, celebrada en la ciudad argentina de Ushuaia, que se ha centrado en los fenómenos estéticos del cambio climático y de la Antártida.
Traducción: Carla ImbrognoCopyright: Goethe-Institut e. V., Humboldt Redaktion.
English


Exposed to the Elements
By Alfons Hug
"Rain, rain, all day yesterday, and right now it's starting all over again. If you look straight ahead, you would say it's going to snow. But last night I was woken up by moonlight on a corner of the wall above my rows of books. The patch didn't glow, but covered the place on which it lay with its aluminum-like whiteness. And the room was full of cold night, even the deepest corners. But the morning is bright. A broad easterly wind is coming in over the city with its full front on finding it so spacious. On the other side, to the west, blown and forced out by the wind, are archipelagos of clouds, groups of islands gray as the neck feathers and breasts of waterfowl in an ocean of cold almost-blue hinting at a too-distant salvation." (Rainer Maria Rilke, Letters to Cézanne, 1907)
Before the weather became the climate
In the old days, weather used to be simply weather. Things smelled of dry hay or wet rubber boots. For ordinary people and artists, it appeared as a gloriously colorful sunset or a sublimely shaped snowdrift. When you met a stranger, the weather gave you an informal start to a conversation, and if you were late it served as an acceptable excuse: Yes, the rain.... The weather was a kind of second skin to people, and despite its occasional harshness you could feel part of a greater order within nature.
But now the weather has become the climate, a frightening, anonymous physical quantity which can lead to catastrophic events at any time. The ancient Greek meaning of the word was "bending," after all. Climate change has turned weather into storm. Climate is weather without poetry or esthetics. Unlike weather, the climate has no aura, that "strange web of space and time." (W. Benjamin) What used to be common property has now become the domain of engineers, scientists, even politicians. Normal mortals – who just a moment ago were enjoying the freshness of the dew and a gentle breeze during a stroll in the park – now experience the weather as a mess of CO2, CFCs and soot particles. They have to be meteorologists to calculate future rainfall, farmers to compare the energy yields of rapeseed and sugar cane, car mechanics to use biodiesel correctly, economists to steer the worldwide flow of goods, zoologists to make sure the zoos keep polar bears in a way that is appropriate to the species – and soldiers to wage wars over raw materials.
An explorer who wanted to visit the North Pole in the middle of an Arctic summer would have to swim the last few kilometers. Even the experts were astounded last August when an icebreaker discovered open sea at the Pole.
A hundred years after the futurist opera "Victory over the Sun," featuring Kazimir Malevich's epoch-making "Black Square" as part of the stage design, what must be feared today is the victory of the Sun over its little planet Earth. And if the Russian avant-garde saw in Malevich's modern icon a never-failing energy field which would initiate the transformation of the world via boundless technological progress, we now seem to be heading for a precipice.
The sky and the old idea of heavenly perfection, as manifested in pre-climate weather and depicted by the German Romanticists, has made way for the satellite image and Google Earth. Even tourists traveling in the Antarctic or Greenland are no longer searching for borderline experiences, but see themselves as embarrassed witnesses of climate change.
The weather's metaphysical and symbolic qualities cannot, however, be represented by diagrams or statistical surveys.
Changes in the climate, whether caused by man or nature, always go hand in hand with cultural changes. Our attitude toward ourselves and to others also changes when the climate changes. The body and the senses are exposed to new experiences.
Heat is a category like color, sex or intoxication, indeed like art itself. Heat makes us lose our sense of so-called reality and forces us to return to our own body, which has always been our most reliable thermometer.
In Walter Benjamin's story "In the Sun," which he wrote on Ibiza in 1932, the author describes the noonday heat of the Mediterranean island as follows: "The traveler is already too tired to reflect, and as he loses control of his feet, he notices that his imagination has freed itself from him. The sun scorches his back. The air is heavy with resin and thyme, and he believes they will suffocate him as he struggles for breath". The traveler in Benjamin's portrayal of Arcadia no longer sees, but feels. After the heliophilia comes the heat stroke.
Heat forces even time to change its inexorable rhythm; it elapses less perceptibly, more viscously, less measurably.
Climatic phenomena, which are being increasingly medialized, therefore need to be "reculturalized" by measuring the aesthetic temperatures of a new feeling for life. However, the kind of esthetic treatment of weather and landscape we are proposing could possibly contribute more to preserving both than a purely scientific approach.
Climate is an invention of the modern city and its research institutions. By contrast, when you talk about the weather, there is always a hint of landscape in the air, too. No one described this subtle interaction better than the Romantic writer Adalbert Stifter, who is to accompany our exhibition because his stories trigger almost visual associations: "One day there was a particular heat in the stones. Although the sun had not come out all day, it had nevertheless penetrated the faint veil covering the whole sky to the extent that its pale picture was always visible, so that an unreal light surrounded all the objects of stoneland without adding shadows, and the leaves of the few plants that could be seen hung down; for although barely half of the sunlight came through the foggy layers of the dome, there was as much heat as though there were three tropical suns in the blue sky, and all three were burning down." (Adalbert Stifter, Kalkstein [Limestone], 1851)
Whereas the climate is prone to abrupt changes, disasters even, philosophically speaking the weather is a constant, timeless category. In the Latin languages – as in the Portuguese word "tempo" or the Spanish "tiempo" – atmosphere, i.e. sunshine and rain, and time in the chronological sense have even entered into a happy symbiosis. Here, every question about the weather always implies a notion of time. German and English, however, make a distinction between "time" and "weather." The latter comes from Old High German wetar = wind.
"The time now, that I see on the clock: what is this 'now'? Now that I am doing it; now that the light is going out here, for example. What is the 'now'? Do I have the 'now' at my disposal? Am I the 'now'? Is everyone else the 'now'? Then I would be time myself, and everyone else would be time. And in our togetherness we would be time – no one and everyone. Am I the 'now', or only the one who says it? With or without explicit clock? Now, in the evening, in the morning, tonight, today: here we encounter a clock that human existence has always given itself, the natural clock of the change between day and night." Martin Heidegger, The Concept of Time, 1924
In Alexander von Humboldt's "Cosmos" (1845) the weather not only had to do with temperature, humidity and atmospheric pressure, but also with the "transparency and brightness of the sky, the sky being important not only for the increased radiation of the soil with heat, the organic development of the plants and the ripening of the crops, but also for the human being's feelings and our entire psychological mood."



The weather as the domain of artists
No wonder the weather, and not the climate, has always inspired artists and poets, because weather is mood and spirituality. Rilke spoke of "blond, old warmth." In recent decades environmentalists have never tired of telling us what we must not do. The artists will now offer us a vision of what we can do.
Natural phenomena such as sun, rain, heat, snow, ice, drought and floods have always found expression in visual arts. One need only recall the sun cult among the Incas in Peru, the rain and wind god of the Aztecs, or the statues of the Baule in West Africa imploring the coming of rain. On a 5th-century terracotta from India the river goddess Ganga symbolizes fertility and abundance, and an 18th-century miniature shows Krishna swallowing a forest fire. The Nigerian Mumuye sculptures were used as a medium by rainmakers in ceremonial acts. Fertility rites, which played an influential role in pre-modern cultures, were also closely linked to the climate and its vicissitudes.
Pieter Bruegel's painting "Hunters in the Snow" reminds us that in the 16th century there was a minor ice age in Europe which is now used by meteorologists to make retrospective weather forecasts. The German Romantic painter Caspar David Friedrich gave ice floes a metaphysical dimension. William Turner's and Frederic Edwin Church's breathtaking sunsets had the same effect in the 19th century. Here, the landscape is still part of a harmonious view of the world.
Yet Félix-Émile Taunay was already pointing out the dangers of deforestation in his painting "Mata reduzida a carvão" at that time. In Brazil Candido Portinari even made drought the subject of his work. This was also the case in many "Cinema Novo" films and classics of Brazilian literature such as Euclides da Cunhas' "Os sertões."
The weather breathes life into Vivaldi's Four Seasons and is enthroned in the spectacular sunset that Claude Lévi-Strauss saw at the Equator during his Atlantic crossing.
And when Cézanne was sur le motif, as he described his working style, and painted the windswept "Great Spruce" (1892) or a still life with apples, the weather was never far away.
The weather is the main character in Chimborazo by Frederic Edwin Church and in Caspar David Friedrich's picture of the Arctic Ocean, which is more a symbolic than a real landscape. After all, Friedrich had challenged artists to paint not only what was in front of them, but also what they saw in themselves.
In all these cases, the issue is not scientific analysis, but an esthetic approach seeking to draw attention to the interdependence of nature and human activity in a form that can be experienced by our senses. The critical mass of art is well-suited to setting awareness processes in motion among the public.
The death of light
"Far out, where the great river flows, there lay a thick elongated line of fog; fog and bales of cloud also crept around on the south-eastern horizon, which we feared greatly, and whole sections of the city floated out in the haze. There were only very weak veils in place of the sun, and these also let large blue islands shimmer through." And again: "For, just like the last spark of a dying wick, the last spark of the sun melted away, probably through a gorge between two lunar mountains. And then deathly silence; it was the moment when God spoke and the people listened."
In this "painting" of the 1842 solar eclipse in Austria, every word gains symbolic depth. Here, Adalbert Stifter is speaking not only of a natural event, but also of a darkening of the spirit and the heart. Going cold, losing color, turning pale and deathly silence are categories we will also meet in contemporary art.
Although all points on the Earth receive different amounts of energy, they do receive the same quantity of light, albeit in different portions. In the Tropics, day and night are of roughly the same length throughout the year. At the Poles, by contrast, the sun does not set in the summer, while, in winter, it does not rise above the horizon. On March 21 and September 21, when the sun is at its zenith at the Equator, day and night each last 12 hours all over the world.
One might expect these cycles of light to play a role in the works of artists. In fact, however, artists often seek the twilight, the dusk, and the gray shades that do not betray the sun's position. Art, especially in its photographic form, thus differs agreeably from the bright orgies of light and design to be found in cities. As their inner light dies down, people demand ever stronger external light sources. Even color becomes a surrogate of light.
In the works of the artists in this exhibition, light is a precarious good that is constantly threatened with extinction.
In their video 3 Ster mit Ausblick, Jürgen Heinert and Michael Sailstorfer set fire to a wooden hut until, in the end, only the glowing stove remains. They seem to be referring to Lord Byron's poem "The Darkness," in which people set fire to houses just to see light.
Punta Arenas and Ushuaia in Tierra del Fuego like to describe themselves as the end of the world. But what if there were land far to the south of there? A huge continent which, in ancient times, formed part of Gondwana, was situated somewhere around the latitude of Madagascar and has been engaged in a restless journey around the world in 80 million years ever since? Antarctica is currently situated at the South Pole, the abdomen of the Earth hidden well out of the reach of the world. The latter will probably never be able to fully take control of this storehouse of time and weather.
Reisewitz has photographed the Chilean and Russian research station, an outpost of science at this inhospitable place. The blood-red containers look like iron-fortified claws clinging to the black earth. While in German Romanticism a tiny monk or walker still occasionally loses his way in the stunning landscape, Reisewitz does without human presence entirely. In his works, Antarctica is a land of traumatic loss. From the simple, wooden Russian Orthodox church, which recalls Caspar David Friedrich's "Abbey in the Oak Forest," we look at a depot of unused days slumbering in the eternal ice.


Andrej Sdavica

Frozen time

In Antiquity, philosophers believed that for reasons of symmetry the southern hemisphere must contain a counterweight to the land mass of the northern hemisphere.
Mercator's 16th century maps also claim the presence of a "large southern continent" (Terra Australis Incognita), which was regarded as a tropical paradise.
Between 1555 and 1567, when the Bahia de Guanabara was occupied by the French during a failed attempt at colonization, Rio de Janeiro was even known as the capital of "France Antarctique," which admittedly referred to all territories in the Americas south of the Equator, or "La quatrième partie du monde."
The intensive search for the real Antarctic during the 19th century was guided by the conviction that contact with the end of the world would unearth new insights for the human spirit. Not until 1820 did the Baltic German captain Fabian Bellingshausen (who was in Russian service) and the American seal hunter Nathaniel Palmer both finally discover the white continent at the same time. Even so, highly respected contemporary personalities, including Edgar Allan Poe, still subscribed to the superstitious belief that there was an opening in the globe at the South Pole through which travelers could reach a civilized world which they suspected within the Earth's crust.
Today, 4000 scientists committed to peaceful research from all over the world (1000 in the winter) work in 80 stations scattered all over the Antarctic, which is about as big as Brazil and Europe together (almost 14 million square kilometers). The sparse tourism is still ecologically defensible – so far.
The Antarctic Treaty (1959), which was signed at the peak of the Cold War and froze all territorial demands until further notice, was an exemplary agreement which still maintains a key status in global environmental and peace policy today.
The Antarctic is therefore the only continent with no military weapons, no economic exploitation, and no land ownership; not even the plentiful mineral resources may be exploited: utopian conditions indeed. While the rest of the world wears itself out in endless conflicts, a destructive exploitation of resources, and ownership claims of all kinds, the Antarctic, that classic no-man's-land, has a higher calling: it belongs to no one and therefore to everyone.
Its natural cycles are certainly very closely interwoven with our own, and its fragile ecosystem reacts sensitively even to disturbances caused in other areas of the world. It functions as the Earth's "measuring instrument."
Zero point of culture
Although affected by the environmental sins committed by the rest of the world, the southern continent is largely still in a state of sublime innocence. It is the land before the Fall, perhaps the final great promise to mankind since the Tropics lost some of their paradisiacal beauty.
The icy ground of this mythical region resembles an enormous archive in which the climatic history of the Earth is stored. The Antarctic is frozen time.
This zero point of culture is well suited for intellectual and artistic reflections on the world: emptiness, silence and seclusion, but also purity, clarity, peace and spirituality are some the existential categories that will be discussed in the transcendental Antarctic. The artists begin where the scientists and their measurements cannot reach, thus allowing a new and fresh perspective on this neuralgic point of the Earth.
The artists will also have to come to terms with the color white, which was regarded by the impressionists as a noncolor, yet in the eyes of Kandinsky was an "insurmountable, indestructible, almost infinite cold wall," a silence that can suddenly be understood. "It is a void that is juvenile or, more precisely, a void that is before the beginning, before birth" (Kandinsky, Concerning the Spiritual in Art).
And just as the "white cube" of the modern art galleries, in its complete neutrality, mercilessly reveals the weaknesses of a work of art, so the naked, white expanse of the Antarctic exposes the inadequacies of human activity.
© Copyright text: Alfons Hug


Sebastián Preece, Chile

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10 janeiro 2012

Paul Élouard - Te amo

Ilustração: domínio público

Para  Kenita


Te amo por todas las mujeres que no he conocido.
Te amo por todos los tiempos que no he vivido.
Por el olor del mar inmenso y el olor del pan caliente.
Por la nieve que se funde por las primeras flores.
Por los animales puros que el hombre no persigue.
Te amo por amar.
Te amo por todas las mujeres que no amo.
Quién me refleja sino tú misma me veo tan poco
sin ti no veo más que una planicie desierta.
Entre antes y ahora
están todas estas muertes que he sorteado sobre paja.
No he podido atravesar el muro de mi espejo.
Tuve que aprender la vida como se olvida
palabra por palabra
Te amo por tu sabiduría que no me pertenece.
Te amo contra todo lo que no es más que ilusión.
Por el corazón inmortal que no poseo
crees ser la duda y no eres sino razón.
Eres el sol que me sube a la cabeza
cuando estoy seguro de mí.

(Versión de Luis A. Cano)

   Je t´aime                           

Je t’aime pour toutes les femmes que je n’ai pas connues.
Je t’aime pour tous les temps où je n’ai pas vécu.
Pour l’odeur du grand large et l’odeur du pain chaud.
Pour la neige qui fond pour les premières fleurs.
Pour les animaux purs que l’homme n’effraie pas.
Je t’aime pour aimer.
Je t’aime pour toutes les femmes que je n’aime pas.

Qui me reflete sinon toi moi-même je me vois si peu.
Sans toi je ne vois rien qu’une étendue déserte.
Entre autrefois et aujourd’hui.
Il y a eu toutes ces morts que j’ai franchie sur la paille.
Je n’ai pas pu percer le mur de mon mirroir.
Il m’a fallu apprendre mot par mot la vie.
Comme on oublie.

Je t’aime pour ta sagesse qui n’est pas la mienne.
Pour ta santé.
Je t’aime contre tout ce qui n’est qu’illusion.
Pour ce coeur immortel que je ne détiens pas.
Tu crois être le doute et tu n’est que raison.
Tu es le grand soleil qui me monte à la tête.
Quand je suis sûr de moi.

Manoel de Andrade - O jangadeiro *


Reprodução da série "Jangada do Nordeste", 
 de Candido Portinari

      Quando tomei o rumo do nordeste, conhecia muito pouco do meu país e do meu povo. Foi uma inesquecível aventura de trinta dias, desde Curitiba até São Luís do Maranhão, pelo litoral e a volta pelo sertão, num percurso feito num fusca cobrindo quatorze estados brasileiros que totalizou, com o regresso, quinze mil quilômetros.

      Para um brasileiro do sul, o nordeste era, quarenta anos atrás, um país à parte. Outro clima, outra vegetação, outro povo, outra maneira de expressar-se musicalmente, poeticamente, religiosamente. Outra maneira de ver e de sentir a vida, um sentimento trágico e telúrico do seu mundo, vivenciado num cotidiano de abandono e, paradoxalmente, de esperança. Desde a escola, vamos formando sobre os nordestinos uma imagem de valentia e sofrimento, resignação e uma admirável perseverança na providência divina. Nossa História contava sua luta contra os invasores holandeses, sua heroica resistência na Guerra de Canudos e a tradição popular narrava as façanhas do justiceiro Lampião e seu bando de cangaceiros. Mas contava também de um nordeste cuja imagem nos chegava pelas notícias das inundações catastróficas e pela calamidade das secas. De todas as aventuras que passei, acontecimentos insólitos que presenciei, pessoas excepcionais que conheci e dos tantos fatos inesquecíveis, trago ainda, nas paisagens da memória, a expressão grata e audaciosa de dois retratos humanos: o jangadeiro do litoral e o vaqueiro do sertão.            

      Era meu primeiro dia em Fortaleza. O sol baixava avermelhado e a ventarola do carro me soprava o ar acariciador da brisa marítima. Passavam das seis da tarde quando cheguei à praia de Iracema, imortalizada pelo romance do escritor cearense José de Alencar. O mar quase calmo, de uma escura cor alaranjada, refletia as tonalidades metálicas do horizonte onde a luminosidade agonizava nos esplendores do crepúsculo. Todo o ambiente estava carregado dessa atmosfera aromática e refrescante que baixa no entardecer dos trópicos. Nas mesinhas dos bares as pessoas  chegando e eu estacionando o carro para buscar o meu lugar. Barracas com tapioca, milho cozido e outras comidas típicas.  Acabava de entrar no centro da capital do Ceará e estive ali sentado numa daquelas mesas ao ar livre por algum tempo.  A água de coco, o sabor gostoso dos petiscos, a conversa animada dos demais, meu solitário encanto, os novos passos da minha longa aventura Depois cruzei a rua e dirigi-me para a praia.  Ali estava Iracema, com sua intimidade de praia pequena, sua areia finíssima e branca, fazendo justiça à fama que tinha pela sua beleza. Havia muitas jangadas na areia e algumas chegando, ao longe. Acheguei-me a um grupo  de jangadeiros que  conversavam em torno de um varal de redes onde alguns deles consertavam os  furos das malhas.

      – No Rio Grande do Norte vi algumas jangadas, mas eram bem menores que estas,  disse ao homem fornido, de uns cinquenta anos, com um aspecto digno e comunicativo, estampado num rosto de bronze marcado por profundas rugas que corriam bem vincadas entre  os pômulos e a boca.
       – É que o Ceará é a terra dos jangadeiros  --- exclamou ele sentando-se na borda de uma daquelas frágeis balsas de cortiça. Voltou a olhar-me, perguntando:
       – De onde vem?
       – Do Paraná  – respondi.
       – E  que o traz tão longe? Não parece turista. – Comentou certamente vendo minha imagem empoeirada e em desalinho.
      – Conhecer um pouco da nossa terra e especialmente o nordeste..., ouviu fazendo um gesto de aprovação com a cabeça. Aproveitei o momento de silêncio e perguntei-lhe:
      – E pescam muito longe?
      – Depende..., as jangadas pequenas saem de manhã e voltam à tardinha. Pescam entre dez e vinte milhas. Nós pescamos em alto mar, entre cinquenta e sessenta milhas da costa. Saímos num dia e voltamos no outro.
      – E se lá no oceano vocês pegam uma tormenta?
      – Já enfrentamos tantas, e muitas jangadas nunca voltaram. O mar tem suas manhas, mas nós crescemos em cima de uma jangada e se não pescamos, não temos como dar de comer aos nossos filhos.

      Impossível relembrar tantas conversas que tive com os jangadeiros durante os cinco dias que estive em Fortaleza. Todas as tardes eu voltava à praia de Iracema. Bebia a água-de-coco, enquanto meu olhar navegava com as jangadas que chegavam do horizonte, velas triangulares bojadas pelos alísios que, ao entardecer, sopram do mar. Na véspera de minha viagem a São Luís do Maranhão, fui jantar na casa de um chará, e por isso nunca esqueci seu nome. Manoel tinha lá seus quarenta anos e me levara, por alguns cruzeiros, a dar uma volta de jangada pela manhã e depois de uma cerveja, na chegada, já éramos amigos.  O caldo de peixe ainda fervia e seu aroma recendia no ambiente, quando cheguei ao anoitecer. Uma casinha de madeira, fogão de lenha e a privada lá fora, no quintal. Aquela pobreza digna que lembrava minha adolescência em Itajaí. A esposa, baixa, gorda e com o rosto cheio de sardas, falava pelos cotovelos e não se cansava de exaltar as virtudes de uma de suas filhas que estava por casar-se e era rendeira. O filho mais velho era também jangadeiro e antes da comida nos sentamos os três num banco sob um caramanchão de arbustos que havia em frente da casa, onde havia também um cajueiro e um pé de araçá. Presenteei meu amigo com uma garrafa da cachaça Pitu, que eu trazia desde Pernambuco e esse foi nosso aperitivo. Depois entramos para jantar. Sobre a mesa um panelão com caldo de garoupa e o pirão escaldado com farinha de mandioca enfeitado de coentro. Não tive vergonha de comer, relembrando os caldos de peixe, o pirão e o peixe frito com que alimentei minha infância na Praia de Piçarras, em Santa Catarina. Mas faltou o tomate e a alfavaca, temperos que, pelo que vi, não são muito usados no nordeste. Depois da sobremesa de rapadura voltamos satisfeitos ao caramanchão onde ficamos até quase meia-noite trocando nossas culturas. Quando me despedi uma das filhas de Manoel veio entregar-me uma garrafa com areias de várias cores formando um desenho horizontal do mar com várias jangadas.

      Quantas coisas práticas, estranhas e lindas ouvi naquelas três horas de conversa  sobre o mar e os jangadeiros. O jangadeiro é filho e neto de jangadeiro e essa descendência dificilmente trocará o mar pela terra. As jangadas menores medem três metros por oitenta centímetros e as maiores chegam a ter nove metros de comprimento por dois de largura. Manoel me disse que uma jangada pode emborcar, mas não submerge nunca, e as grandes jangadas podem suportar o peso de três a quatro mil peixes. Quando o sol nasce já navegam em alto mar. Às quatro horas da manhã já estão “botando pro mar” e no fim da tarde ou no dia seguinte “dão de vela” para a terra. Contaram-me que lá fora não se conversa, não se canta ou assobia. Qualquer som pode afugentar os peixes. O único que pode falar ou bramir sua cólera é o mar. Ouvir seu monólogo, sua voz de barítono, sentir seu balanço, sua quietude, sua dimensão horizontal, suas águas calmas beijarem carinhosamente seus pés, essa é a linguagem que fala à sua alma. Além da voz das águas, só o silêncio. O silêncio absoluto, a solidão perfeita. O silêncio que enfeitiça e purifica, um tempo absoluto, de que fala Bergson, sem cronologia, um tempo que dura sempre, que invade e  plenifica a mística  solidão do espírito.É o misterioso silêncio que domina e que liberta. Perdidos na imensidão do Atlântico, o jangadeiro se acostuma ao silêncio e à solidão.  São partes da sua grandeza. No sul diz-se que são supersticiosos, mas essa não foi a minha impressão. A sua pobreza e as arriscadas condições de trabalho fizeram dele um homem sem medo e sem outra crença que não seja a esperança de voltar com o que necessita para sobreviver. Manoel me contou histórias de grandes jangadeiros que eram chamados de mestres. Os relatos quase lendários contam de mestres que viram navios-fantasma atravessando por cima das jangadas e de estranhas canções que foram ouvidas em alto mar.

      Para o jangadeiro cada viagem é uma aventura que se renova. Sua vida é uma batalha diária contra o mar e contra o vento. Alguns não regressam nunca mais, contudo o mar será sempre a sua vocação irresistível e a fatalidade faz parte da sua opção pelo mar. Amará o mar por toda a sua vida e sua alma está vinculada a essa singular fidelidade. Os nordestinos do sertão emigram para as grandes cidades da região e para o sul do país, mas os pescadores jamais deixam o litoral. Simples, anônimo, solitário e destemido, o jangadeiro é um titã. É o gigante da costa nordestina e poucos navegantes em todo o mundo poderão igualá-lo em ousadia e destreza. Contudo, é um gigante esquecido. Em suas precárias condições de vida e apesar de ir buscar tão longe e com tanto risco o alimento para a população da costa, Manoel me disse que os jangadeiros não recebiam nenhuma atenção do poder público. Ao cabo de alguns anos, quando sua jangada apodrece, é quase impossível, para eles, comprar uma nova embarcação. Tem que lutar só, orgulhosamente só, contra o mar e a pobreza.

      Manoel contou-me a história, contada por seu pai, também jangadeiro, dos quatro pescadores que em 14 de setembro de 1941, saíram dali da Praia de Iracema, então chamada Praia do Peixe, e durante dois meses navegaram de jangada até chegar ao Rio de Janeiro, onde foram recebidos pelo presidente Getúlio Vargas. Disse-me, com orgulho, que aquela arriscada aventura, comandada por um grande amigo de seu pai, um jangadeiro de apelido Jacaré, deu muita fama aos jangadeiros cearenses e que os norte-americanos contaram a história dos “quatro homens e uma jangada” na revista Time, e que o ator Orson Welles fez um filme sobre a viagem. Que estranho, ouvir um homem simples como era, me falar do grande cineasta e me contar que era moleque quando  Welles apareceu em Fortaleza e que ele era um “gringo” muito dado e que vivia nos bares tomando cachaça com os pescadores.  Que chegou ali para filmar a primeira parte da histórica epopeia dos quatro jangadeiros que, navegando sem bússola, sem carta náutica e orientando-se pelo litoral e pelas estrelas, singraram as águas do Atlântico cobrindo a distância dos 2.381 quilômetros entre Fortaleza e o Rio de Janeiro onde foram para chamar a atenção do país e dos governantes para o estado de  pobreza e abandono em que viviam os 35 mil  pescadores do Ceará, sem nenhuma assistência do Ministério da Marinha, sem nenhuma aposentadoria que os amparasse na velhice e a grande  maioria deles morando em toscas palhoças.

      Lembro-me que já de volta a Curitiba, quando contei a alguns amigos jornalistas essa verdadeira façanha na história da navegação, um deles me contou outra grande aventura realizada, muito antes, em 1923, quando quatro jangadas, comandadas por um jangadeiro conhecido como Mestre Filó, se lançaram ao mar no Rio Grande do Norte e navegaram até o Rio de Janeiro para participar das comemorações do Centenário da Independência do Brasil. O poeta Catulo da Paixão Cearense imortalizou o fato num dos seus poemas.

*      (memórias do livro “O bardo Errante”)

Marilda Confortin - Comé que fica meu prejuízo?

Ilustração: domínio público


Encostados no balcão da lanchonete da rodoferroviária de Curitiba, os dois amigos tomavam café da manhã. Trabalhavam na redondeza e se divertiam ouvindo trechos de conversas de pessoas desconhecidas que passavam pela estação. Quando o ônibus partia, se alguma mulher olhasse pela janela, os dois acenavam, jogavam beijos para a estranha e não raramente faziam gestos obscenos ou gritavam frases como: “- Não me abandone, meu amor! Volte para nossos filhos! Por favor não se vá” ou, pior, “Vai... vai embora sua piranha! Cadela sem vergonha! Vai viver com seu amante, vagabunda!”.

A infeliz fechava a janela constrangida enquanto os outros passageiros abriam a janela para ver e ouvir o que eles gritavam. 

Outra diversão dos dois amigos era inventar diálogos a partir de uma frase que ouviam nas despedidas, colocando-a num contexto que não tinha nada a ver com a conversa.

Naquele dia, por exemplo, uma senhora cuja saia farta e florida entrava incomodamente nas nádegas também fartas, embarcou no ônibus da Reunidas e despediu-se de um homem mais jovem, dizendo “... e faça o que eu mandei!”. Um deles pegou daí e emendou: “Pode deixar, sua velha desgraçada. Vou encher sua filha de porrada”. E o outro complementou: “Ai benzinho, bate mais, assim, isso, mais, mais, gostosão!” 

O viajante encostado no balcão da lanchonete, esperando um misto frio e um pingado, olhou para os dois marmanjos e balançou a cabeça, inconformado com aquela brincadeira de mau gosto.

O lanche do viajante chegou. O sujeito deu uma mordida, mastigou, fez uma expressão de quem está experimentando um sabor inesperado e olhou intrigado para o sanduíche.  Tomou um gole do pingado, deu uma abocanhada maior, mastigou, mastigou, franziu a testa, mordeu de novo, engoliu e olhou interrogativo para o lanche.  Repetiu isso várias vezes, até restar somente um terço do pão.

─  Moça, não tem queijo aqui nesse misto!

A garçonete pegou o resto do sanduíche que sobrou na mão dele, abriu-o e constatou que não tinha queijo. Mostrou para as outras moças. Cochichou no ouvido da amiga, dizendo que talvez o sujeito já tivesse comido todo o queijo. Uma delas cheirou o sanduíche e confirmou: “não tem cheiro de queijo”. A outra sugeriu dar uma fatia de queijo para o freguês ficar quieto.
─  Não quero uma fatia de queijo. Eu pedi um misto: pão, presunto e queijo. Entendeu?

A moça, tentando evitar discussões constrangedoras, lhe ofereceu mais um misto frio de graça.

─ Não quero outro! Quero o que pedi! Comé que fica meu prejuízo?

Sem saber o que fazer, a garçonete chamou o gerente, explicando a situação. Ele propôs descontar o valor da fatia de queijo. O passageiro descontente e indignado retrucou: 

─ Não quero desconto. Fui enganado. Quero saber comé que fica meu prejuízo! Você não entende?

O gerente tentou acalmá-lo propondo devolver todo o dinheiro que pagara pelo sanduíche.
─ Não quero dinheiro!  Você não entende? Você não pode me devolver o que nunca lhe emprestei. Você não pode me dar o que nunca teve. Você não pode desfazer o que nunca fez. Você não pode fazer nada.  Eu só quero saber comé que fica meu prejuízo? 

Os dois amigos pagaram a conta e voltaram para o trabalho, calados. Aquele trecho de conversa ficou martelando em seus pensamentos como prego em suas carnes.  

Como é que fica meu prejuízo? Quem vai restituir o apetite depois de enganada a fome?  Como preencher a falta do que nunca existiu? Como explicar a presença da ausência?  Como cobrar uma dívida se não há devedor? O que dizer para alguém que passou dois terços da vida esperando encontrar sua “fatia de queijo” que nuca existiu?  Quem vai me ressarcir o tempo, o gosto, a vontade, o prazer, a fome? Quem? Como é que fica meu prejuízo?  Você me entende?